La revista Razón Española publicó recientemente el texto completo en español
de un discurso muy interesante de Ratzinger leído en 1985 en el contexto de la
discusión sobre la conflictividad de las relaciones entre países ricos y
pobres. La traducción se debe al profesor Carlos Ruiz Miguel. La tesis que
discutía el entonces cardenal y ahora Papa emérito es la de que en las
decisiones económicas no había espacio para el “empresario moral”. Las
decisiones económicas estaban todas orientadas a tomar las elecciones óptimas
(eficientes en el texto de Ratzinger) y ellas garantizaban el bien común sin necesidad
de argumento moral alguno. Cada empresario buscando dar el mejor servicio buscaba
también maximizar su beneficio. De esta forma lograba satisfacer al máximo a
sus clientes ofreciéndoles el precio más competitivo y garantizaba el pago del
salario a sus empleados al gestionar eficientemente su empresa. Esta es la
conocida teoría de la “mano invisible de Adam Smith” que garantizaba el logro
del bien común (empresarios, consumidores, proveedores y trabajadores) sin que
ninguno de estos grupos se moviese por razón moral alguna. Bastaba guiarse por
su propio interés individual para alcanzar de forma natural, el interés global
o bien común.
La propia Ciencia Económica se
ocupó de discutir la inexistencia de hueco para el empresario moral. Lo hizo
con dos aportaciones. La primera con el reconocimiento de que consumidores y
empresarios tomamos nuestras decisiones sólo con la información que manejamos y
no con información completa. La segunda con la revisión de la explicación
tradicional de que el empresario sólo buscaba la maximización del beneficio
sustituyéndola por un enfoque más realista. Este enfoque moderno de la empresa
explica que el empresario busca maximizar el beneficio pero teniendo en cuenta
que debe cumplir con las exigencias de sus “stakeholders”, es decir, con todos
los colectivos con los que se relaciona. Entre los “stakeholders” están los
trabajadores con los que ha de buscar una relación colaborativa, los
consumidores que les van a exigir unos estándares de calidad es sus productos y
en el servicio post venta, con el resto de ciudadanos que –sin ser clientes-
les van a exigir que sus prácticas no lesionen el medioambiente o eliminen las
barreras de accesibilidad y las administraciones públicas con las que también
ha de entenderse.
Precisamente porque ni ciudadanos
ni empresarios tomamos las decisiones con toda la información en la mano, los
“certificados” o etiquetados nos ayudan a completar la información que
consideramos relevante. Por ejemplo, si buscamos un empleo a través de la app
BeWanted exhibimos nuestra formación y destrezas para destacar como buenos
candidatos y facilitar a las empresas esa falta de información que sobre
nuestra candidatura tienen. Esto es precisamente lo que se busca con el sistema
de etiquetados o certificados de calidad que, cuando son expedidos por
entidades serias e independientes, acreditan que quien lo exhibe cumple unos
requisitos mínimos de aquellas normas que se someten a auditoría.
Los certificados permiten que los
“stakeholders” de las empresas puedan acceder de manera sencilla y resumida a
una información que, de otra forma, sería difícil y costosa de adquirir. Por
ejemplo, las normas ISO dan información sobre calidad de productos y servicios,
sobre cómo de respetuoso se es con el medio ambiente, etc. En el mismo sentido,
el etiquetado ecológico nos informa sobre la trazabilidad del producto que
compramos y sobre la huella de emisiones de carbono (CO2) que ha
dejado desde que se comenzó a producir hasta que llegó a nuestras manos.
Lo anterior nos recuerda cotidianamente
que sí hay espacio para el consumidor o el empresario moral entendido como
aquel que toma decisiones movido por razones más complejas que sólo buscar el
menor precio o hacer máxima la diferencia entre ingresos y costes. En este
punto siempre me ha llamado la atención la ausencia de etiquetados morales de
tipo religioso. Me explico.
El empresario concernido por el
medio ambiente es fácil de reconocer porque nos lo recuerda continuamente en
sus mensajes publicitarios. Quien está comprometido en la lucha contra
determinada enfermedad, también se ocupa de exhibirlo en sus etiquetas o en el
patrocinio de eventos. El establecimiento que respalda las peticiones de las
organizaciones LGTBI coloca la bandera del arco iris en su establecimiento y,
probablemente, incorpore esa visión en su política de personal. Mi pregunta ha
sido durante varios años ¿dónde está el etiquetado que exhibe que una empresa
toma sus decisiones incorporando este tipo de criterios morales en su gestión
de manera que el consumidor pueda decidir si respalda o no esa gestión
incorporando esa señal como criterio de compra?
Me ayudó a responder a esa
pregunta Antonio Urzáiz, uno de los más activos agitadores culturales católicos
que conozco. Particularmente me llamó la atención sobre el certificado EFR que
promueve la Fundación Más Familia. Investigué con interés sobre este
certificado que ya cuenta con más de una década de existencia. El certificado
se otorga a las empresas que acreditan promover la conciliación de la vida
laboral y familiar, particularmente con las madres. No es un certificado
promovido por una entidad abiertamente confesional. Afortunadamente se puede
defender la conciliación desde perspectivas diferentes a la moral religiosa.
La certificación EFR la tienen
más de 550 empresas presentes en unos veinte países del mundo. Por ejemplo, los
cuatro grandes bancos españoles están en posesión de este certificado si bien
no es posible encontrarlo en sus webs corporativas hasta rastrearlo cruzando términos
como responsabilidad corporativa, conciliación o certificado EFR. En
definitiva, la certificación EFR ni se oculta ni se exhibe por la empresa para
que sea valorado por el cliente potencial. Esta es una situación muy diferente
a otro tipo de rasgos de la empresa como, por ejemplo, la sostenibilidad
medioambiental que sí se exhibe destacadamente.
En mi opinión el “consumidor
moral” desde una perspectiva religiosa tiene muy pocas señales para guiar sus
decisiones hacia la “empresa moral” en los mismos parámetros. En cambio, tiene
muy fácil orientar o apartar sus decisiones hacia o lejos de otro tipo de
empresas. De la misma forma que la protección del medio ambiente necesitó de
una conciencia social medio ambiental para forzar a empresas y gobiernos a
actuar proactivamente hacia la preservación, para dar espacio a la “empresa
moral”, se necesitará que iniciativas como la certificación EFR se exhiban.
Habrá quien diga que mi
argumentación obliga a establecer previamente un estándar de comportamientos
morales que luego sean certificados por unas empresas auditorias que se
convierten así en vigilantes de la salud moral. Es más sencillo. En un mundo de
gobernanza difusa donde miles de decisiones se toman desde el manejo de una
app, basta con que de manera informal se determine qué se valora y qué se
premia. Por ejemplo, ¿la existencia de lugares habilitados para la lactancia?
¿espacios familiares? ¿descuentos para las familias numerosas? ¿políticas
laborales pro natalistas? ¿exhibición de símbolos religiosos? ¿respeto al
descanso laboral en festividades religiosas? … La “empresa moral” es una
versión de la empresa socialmente responsable. La “empresa moral” tiene hueco y
llevaba razón el Papa emérito. El huego será tanto mayor cuanta más extendida
sea la conciencia del “consumidor moral”. Cuanto más fáciles de identificar
sean las etiquetas morales. Tan fácil como conocer la huella de carbono de
nuestro próximo trayecto en autobús.
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