Hasta 2008 todo era color de rosas y no sólo para quienes se embriagaban de la burbuja inmobiliaria sino para quienes alimentaban la burbuja administrativa. Las Comunidades autónomas disfrutaban de un sistema de financiación autonómico indiciado (vinculado automáticamente) al crecimiento de la recaudación impositiva. Fue una exigencia de los ahora secesionistas catalanes al entonces presidente Aznar. El propio líder del PP había desactivado la tensión anual en la subida de las pensiones con el mismo automatismo introducido en 1997 y en vigor hasta la reforma de 2013. Con una economía española crecimiendo a un ritmo anual promedio del 3 %, las arcas de la Hacienda se llenaban cómodamente. De ellas y de forma automática se llevaban una gran parte las autonomías gracias al sistema de financiación en vigor.
El crecimiento sostenido de los ingresos
regionales permitió a los dirigentes autonómicos acentuar la ya importante red
clientelar a través de la denominada administración pública paralela; agencias
públicas, consorcios y empresas públicas, principalmente. Fuese cual fuese el
color político del gobierno regional, la burbuja de la administración pública
engordaba por igual en toda España.
Con todo, sí había una diferencia entre
regiones; el crecimiento de la deuda catalana ya mostraba síntomas
preocupantes. Más aún cuando se producía a pesar del fuerte crecimiento de sus
ingresos. En 2015, todavía la deuda acumulada de la Generalidad catalana era de
5.879 millones de euros y representaba el 31.4 % del total de la deuda
autonómica nacional.
Con el estallido de la crisis en 2008
comenzó el desplome de la recaudación tributaria en España (particularmente la
derivada del negocio inmobiliario) que llegó a incurrir en fuertes déficit
públicos. El déficit pasó de 49.371 millones de euros en 2008 a 118.222 el año
siguiente. El sistema de financiación autonómico indiciado a la evolución de
los impuestos se desplomó como consecuencia de este automatismo.
Pero si grave era la situación de las
arcas regionales, la situación de Cataluña llegó a ser alarmante pues al
hundimiento de los ingresos se unió a una deuda colosal. La financiación de
servicios públicos básicos como la sanidad o la educación (transferidos por igual
entre gobiernos del PSOE y el PP) se enfrentó entonces a una situación de
colapso.
La situación no hizo más que empeorar
hasta que, con una prima de riesgo que obligaba a pagar a España un 7.7 % por
cada euro que pedía prestado, el sábado 9 de junio de 2012 el entonces y ahora ministro
de Economía, Luis de Guindos anunció públicamente que España había solicitado
formalmente a la Unión Europea un rescate “suave” para sanear el sistema
financiero español. El adjetivo “suave” y el estar limitado sólo a sanear el
sistema financiero marcaba la diferencia con las situaciones de Grecia, Irlanda
y Portugal. Una diferencia que, a la postre, funcionó bastante mejor de lo que
esperaba.
Por tanto, formalmente España no fue “rescatada”
pero sí tuvo que cumplir unas exigencias de ajuste presupuestario que se
parecían mucho a las de un rescate convencional muy al gusto de Alemania;
principal economía de la zona y una de las más reacias a la generalización de
las acciones de rescate.
Entre
las condiciones impuestas y que apenas transcendieron a la opinión pública
estaba que el Estado español asumiese la deuda de las CCAA. Tan es así que la
mitad de la deuda de Cataluña ya la tiene el Estado.
El rescate “suave” también exigía el control
del gasto, en especial del Estado y de la autonomía más díscola; Cataluña. El
déficit público español bajo de los 108.886 millones de euros en 2012 (año del
rescate) a los 71.836 millones en 2103. La herramienta para controlar el gasto
autonómico fueron las Intervenciones Generales de todas las CCAA. Estos departamento
administrativos recopilan información del gasto y lo envían mensualmente a la
institución central; la Intervención General de la Administración del Estado (IGAE)
que, a su vez, la remite a Bruselas para permitir la supervisión de nuestros
prestamistas.
Así las cosas, toda la burbuja de la
administración autonómica parecía igual de “pinchada” que la burbuja
inmobiliaria. Sin embargo, un nuevo instrumento de financiación vino en
auxilio; el denominado Fondo de Liquidez Autonómico (FLA) auténtico pulmón
financiero de todas las administraciones regionales pero, principalmente, de
Cataluña. La más endeudada.
La fotografía que se dibujó después del
rescate en 2012 era una en la que los tejedores de las redes clientelares
autonómicas tenían las manos prácticamente atadas. De crear instituciones en
las que el principal capítulo de gastos era el número 2 (el que corresponde a
sueldos y salarios) pasaron a tener que justificar hasta la compra de una
corbata con gran enfado de toda la red clientelar pero … ¿dónde alcanzaba el
mayor nivel este enfado? Naturalmente en Cataluña.
Mientras los representantes de las CCAA
aguantaban el chaparrón del control extremo del gasto, la Generalidad catalana
se rebeló y el presidente Mas se inventó el famoso “pacto fiscal” con el que
demandaba un trato privilegiado como el que tienen los tres territorios vascos
y Navarra. El fundamento de su petición fue el famoso “Enpanya ens roba” que
sólo fue desmontado ante la opinión pública cuando el Ministerio de Hacienda
publicó las balanzas fiscales, cosa que podía haber hecho desde hacía años.
La reivindicación del nacionalismo
catalán que ya iba camino del secesionismo era quedarse con una parte muy
importante del superávit fiscal de Barcelona (no de Cataluña) pues junto con
Madrid son los pulmones económicos más importantes de España. El presidente de
la Generalidad no buscaba otra cosa que regresar a la situación de vino y rosas
previa al rescate y sus reglas.
La Generalidad catalana se resistía a
contentarse con ser una Administración de perfil plano gestionando las
necesidades de ancianos, niños y enfermos.
¿Por qué no se permitió entonces el
Pacto Fiscal ni se permitirá ahora? En parte porque la sociedad española, por
primera vez desde el inicio de la Transición, fue consciente de que la
estrategia tenía fecha de caducidad. La vieja política de paz (acallar al
nacionalismo) por territorios (más competencias) no tendría fin y, además, el
Estado ya tenía un papel residual. Pero había otra razón.
La otra razón era que nuestros
prestamistas, la Unión Europea, no permitirán la vuelta a las andadas de la
burbuja administrativa. El dinero no está para, por ejemplo, embajadas en el
extranjero. Además, el Pacto fiscal reduciría la financiación de las otras
catorce regiones de régimen de financiación común. De esto no sólo es
consciente el PP; también el PSOE lo sabe bien.
Lo demás es una huida hacia adelante en
un país que ha cambiado su percepción sobre la hasta ahora beatífica imagen de
las Comunidades Autónomas.
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