Los expertos asumen que las bases
del Estado del Bienestar británico tienen su pilar inicial en el conocido como Primer Informe Beveridge publicado el 2
de diciembre 1942 por Sir William Henry Beveridge. Fue tal el éxito de este
informe de 299 páginas que cuando se puso a la venta la cola para comprarlo en
la tienda del gobierno británico medía más de una milla. Acabó vendiendo medio millón de ejemplares. Bruce
Caldwell nos ayuda a entender el éxito del Informe
Beveridge cuando en su Introducción a la edición definitiva del libro, al
que ahora me referiré, escribe que los sacrificios comunes que necesitó la
(primera) guerra (mundial) crearon el sentimiento de que todo debería ser
repartido de forma más igualitaria en la reconstrucción posterior. Aunque
Caldwell no lo señala, la misma reflexión puede seguirse en el libro Tempestades de acero de Ernst Jünger
publicado de forma limitada en 1920 y de manera comercial en 1924.
Hoy resulta difícil encontrar a
alguien que discuta que las prestaciones públicas incluidas en el elástico
concepto de “Estado del Bienestar” forman parte del patrimonio de las
sociedades desarrolladas e incluso no pocos esfuerzos se han encauzado hacia
constitucionalizarlos detalladamente. No siempre ha sido así y, probablemente,
los números obliguen pronto a revisarlo.
Lo que expongo tiene que ver con
la actual coyuntura política regional en Andalucía. Efectivamente, no siempre
se aceptó este estado de cosas. Concretamente, en 1930, cuando William Henry
Beveridge era el director de la London
School of Economics, recibió un informe de Friedrich August von Hayek en el
que discutía la tesis de que el Nacional-Socialismo, entonces en auge, era una
reacción del sistema capitalista frente al socialismo. La tesis de Hayek,
abiertamente contraria al luego inspirador del sistema de la Seguridad Social
británica, era que el Nacional-Socialismo era un “auténtico movimiento
socialista”. Hayek era entonces un joven vienés recién llegado a Londres para
dar unas conferencias sobre teoría monetaria.
La historia de aquel informe de
Hayek a Beveridge fue la de hacerlo engordar hasta publicarse, el 10 de marzo
de 1944, con el título de “Camino de servidumbre”. Sobre la tesis de la
similitud esencial entre Socialismo y Nacional-Socialismo, Hayek sostenía que
toda expansión del Estado sobre la Economía conduciría necesariamente a un
estado totalitario y esa transición no era otra que recorrer por un camino
hacia la servidumbre del individuo al Estado. La tesis de Hayek iba
absolutamente en contra del pensamiento más extendido en la sociedad occidental
de la época. Este sentimiento casi universal de la intelillegentsia de los años treinta era que un sistema económico
planificado representaba la “tercera vía” entre un capitalismo fracasado tras
el crack de 1929 y los totalitarismos de izquierda y derecha.
Naturalmente, la visión de las
cosas de Hayek no podía más que chocar con las propuestas de política económica
de Keynes quien en el prólogo a la edición alemana a su libro la Teoría General
escribió “la teoría de la producción en su conjunto, que es lo que el siguiente
libro pretende ofrecer, es mucho más fácil de adaptarse a las condiciones de un
estado totalitario, que la teoría de la producción y distribución de una
producción dada bajo condiciones de libre competencia y de laissez faire”.
Ningún keynesiano (ni moderado ni entusiasta) quiere hoy recordar estas
palabras de respaldo a un sistema político tan abyecto. Pero los divulgadores
liberales sí se ocupan de evidenciar la paradoja de reivindicar las recetas
económicas intervencionistas desvinculándolas absolutamente de su uso por
sistemas totalitarios. Otro tanto cabe decir de los economistas de la Escuela
de Chicago que asesoraron gobiernos en Hispanoamérica de cuyo programa político
al margen del económico, abominan ahora.
El aplauso socialmente extendido
a un director o planificador económico central que denunció Hayek en 1944 sirvió
para afirmar al historiador francés Élie Halévy que era posible imaginar un
acuerdo entre personajes tan ideológicamente dispares como el estadista inglés
Lord Eustace Percy, Sir Oswald Mosley (inicialmente conservador, luego ministro
laborista y, finalmente, líder de la Unión Británica de Fascistas y Sir
Stafford Cripps (político laborista expulsado del partido por su radicalización
en apoyo del Frente Popular).
Como vemos, la Historia nos dice
que hay liberales que advierten de la servidumbre a un Estado del Bienestar hoy
generalmente aceptado y keynesianos que no hicieron ascos a sistemas
totalitarios. Lo que casi todos hacen es repartir etiquetas a modo de
sambenitos o estigmas para descreditar al contrario sin reparar en que el
devenir de las ideas ha coexistido con momentos absolutamente oscuros. Unas
sociedades han salido de sus páramos morales con verdadero deseo de
reconciliación y de no repetirlos. En otras caminamos sin remedio a reavivar
los odios.
Carlos Rodríguez Braun en el
prólogo a la edición española de 2008 de Camino de Servidumbre concluye que lo
que Hayek no supo ver fue la enorme capacidad de la democracia para legitimar
el poder de un Estado intervencionista y redistribuidor que no seguiría los
esquemas de Carlos Marx sino, más bien, de Keynes. Naturalmente de un Keynes
diferente del que redactó el prólogo a la edición alemana de su Teoría General.
Sin embargo, cuando debutó la
crisis financiera entre 2007 y 2008, casi todos miraron al Estado.
Principalmente a los bancos centrales en tanto que prestamistas de última
instancia. Ahora, comienza la retirada. El Banco Central Europeo ha vuelto a
confirmar el final de su programa de compra masiva de deuda pública de los
estados europeos. Un programa que ha supuesto una cantidad de 2.6 billones de
euros.
Ahora se pide, en el nivel
regional, una menor presencia del sector público pero nadie discute lo que en
su núcleo duro se consideran prestaciones del Estado del Bienestar (ese con el
que comenzamos nuestro artículo). Lo que está sobre la mesa son cuestiones
diferentes como ¿quién debe ocuparse de qué? además de otras actividades
asumidas por el sector público pero que tienen más que ver con el bienestar
personal de los beneficiarios que con aquello que hizo vender 500.000
ejemplares del Informe Beveridge.
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