La mayoría de la sociedad tiene reticencias de índole ética o moral a aceptar la regulación de las madres o vientres de alquiler, algo que en España admite una comparación con el servicio militar obligatorio aunque parezcan realidades sumamente dispares.
Kant sostuvo que la vida no tenía precio cuando invocó la
necesidad de establecer una distinción entre lo que admitía un precio y lo que,
por dignidad, no. La vida no admitía un precio para el influyente filósofo
alemán.
Los economistas se han ocupado también del análisis de un
posible mercado de madres de alquiler aunque la mayoría de los estudios se han
centrado en el mercado de órganos. Este mercado cuenta con una serie de
características que lo distinguen del de las madres de alquiler.
¿Por qué soy contrario a la existencia de este mercado?
Principalmente por cuatro argumentos.
El primero por lo que los economistas llamamos problema de
información incompleta y que se resume afirmando que es posible que no todas
las madres estén suficientemente informadas de las consecuencias futuras, por
ejemplo psicológicas, de entregar a un hijo a cambio de un precio. Así resulta
aquí relevante que los tribunales españoles han resuelto favorablemente a favor
de las indemnizaciones a los ahorradores que compraron activos financieros ‘tóxicos’
argumentando que no conocían los riesgos que asumían cuando invirtieron en
ellos sus ahorros. Con mayor razón un tribunal debería fallar a favor de una
madre que entregó su hijo a cambio de un precio cuando invoque que desconocía
las consecuencias psicológicas que luego sufrió.
Relacionado con el argumento anterior, algunas madres que por
razones de necesidad económica aceptaron alquilar su vientre movidas por una
ganancia a corto plazo, pueden en el futuro arrepentirse de haberlo hecho ¿no
se permitiría la retroactividad? Aquí también sorprende que naciones como la
española donde la pena de muerte se rechaza mayoritariamente por su carácter no
retroactivo en el caso de que pueda llegar a demostrarse la inocencia de un
condenado, no esté dispuesta a aceptar la retroactividad de la maternidad. Pero
si eso fuera así, es decir, si jurídicamente hubiese tribunales que admitiesen
la devolución del hijo a su madre natural, entonces desaparecería la seguridad
jurídica en el mercado de las madres de alquiler lo que sería tanto como acabar
con el mercado. Nadie estaría dispuesto a alquilar a una madre si corriese el
riesgo cierto de que un tribunal obligarle a devolver al niño con el
correspondiente desgarro.
El tercer argumento pone de manifiesto la existencia de
graves desigualdades económicas que nos gustaría que no existieran.
Naturalmente serían las madres sin recursos y en necesidades extremas las
dispuestas a alquilar sus vientres a las parejas económicamente pudientes.
Pocos ejemplos más brutales se me ocurren de inequidad para estos “niños sin
madre” como los llamaba recientemente Miguel Angel Loma. El desarrollo de la
genética podría tanto en este argumento como en el próximo dar una vuelta de
tuerca más a las madres de alquiler. Así, las parejas podrían -dependiendo de
su poder adquisitivo- elegir a aquellas candidatas con un genotipo que redujera
la probabilidad de desarrollar enfermedades o aumentase la de dar en herencia
una determinada fisionomía. Algo de esto ya era conocido en España con las
madres nodrizas cuando participaban en la denominada "lactancia
mercenaria". Así, por ejemplo, a las madres aragonesas se las tenía por
nodrizas reales por ser las preferidas en la Casa Real.
El último argumento es que la existencia de un mercado de
madres de alquiler aumenta las posibilidades de extorsión y el desarrollo de
organizaciones mafiosas que obliguen a las madres atrapadas en sus redes a
prestar un consentimiento fingido. También es llamativo que una sociedad como
la occidental que desterró los matrimonios de conveniencia, incluso en su
versión moderna cuando están anudados a la búsqueda de una determinada nacionalidad,
acabe aceptando consentimientos fingidos de mujeres en manos de estas redes.
Pero incluso si el deseo es sincero, esto es, si una madre
está dispuesta a aceptar una práctica mercantil de su maternidad con pleno
conocimiento de causa, estaríamos ante un caso parecido al que recuerda el
premio Nobel Jean Tirole en su libro "La economía del bien común" (Ed
Taurus). Tirole cita el caso de las atracciones francesas que hasta hace pocos
años consistían en lanzar a las personas de baja talla para el divertimiento
del público a cambio de una remuneración. Una de estas personas reclamó su
derecho a ejercer este trabajo. La respuesta del Consejo de Estado francés fue,
en parte, de naturaleza económica. El Consejo de Estado negó tal derecho por
las externalidades negativas que provocaba sobre las otras personas de estatura
pequeña cuya dignidad se violaba con estas prácticas.
Y ahora vayamos con lo prometido. Eduardo Mendoza en su
célebre novela "La ciudad de los prodigios" de 1986 incluía el
siguiente pasaje “las madres de los reclutas que habían de partir para África
volvían a manifestarse, como lo habían hecho en tiempos de la guerra de Cuba,
en la estación ferroviaria, se sentaban en las traviesas y no dejaban salir al
tren.” El escritor catalán –por cierto de los que han mostrado su rechazo al
referéndum ilegal- se refería a las madres de los soldados que, por carecer de
recursos, no podían pagar el precio (la cuota) que los eximiera de ir a la
guerra a cambio de un destino menos peligroso.
Efectivamente, porque la vida no admitía un precio resultaba
socialmente repugnante que la vida de los económicamente pudientes (los
denominados soldados de cuota) se salvaguardara de guerra de África mientras
que los soldados sin recursos eran enviados a combatir a Abd el-Krim hasta
derrotarlo.
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