La huelga de los taxistas que ha
colapsado la ciudad de Barcelona durante varios días en protesta por las
licencias VTC otorgadas por la administración permite un análisis muy
interesante al margen de su conflicto nuclear.
En primer lugar se trata de una
huelga promovida a pie de obra o, en este caso, de calle. Es, por tanto, una
protesta no promovida por la clase dirigente de los sindicatos institucionales
del tipo de las convocatorias anuales del 1 de mayo o de las que suelen
convocarse cuando hay gobiernos de centro derecha. Precisamente por eso y
habiéndose originado en Barcelona con la adhesión posterior de Madrid, no había
ni una sola bandera independentista orlando las protestas. Como se ve, ha sido una
situación muy diferente de la actitud mostrada por las cúpulas sindicales en
Cataluña alineadas mayoritariamente con los promotores del golpe de Estado. Las
cúpulas están siempre en la órbita de la oligarquía dominante. Lo recordó el
Catedrático de Historia Medieval Rafael Sánchez Saus y también la historiadora
malagueña Elvira Roca; “Lo que sucede en Cataluña es (…) una rebelión de
oligarcas”.
Corolario de lo anterior es que
tanto las consignas de los manifestantes como las declaraciones de sus
portavoces se han hecho en castellano algo que, si bien en Barcelona sigue
siendo lo habitual, en Cataluña va convertirse en un acto de frescura rebeldía.
Se ha tardado demasiado tiempo en ver que la legislación pro inmersión
lingüística no era más que una parte de la agenda independentista respaldada
por los gobiernos del PP y PSOE y financiada con el dinero de todos los
españoles.
Un tercer aspecto no menor ha
sido la rápida respuesta del sector del taxi en Madrid alineándose con las
demandas de sus compañeros barceloneses y la asistencia a las concentraciones
de estos últimos de taxis llegados de muchas ciudades del resto de España,
Andalucía incluida.
Aún hay otra arista del conflicto
que no puede pasarse por alto. Me refiero a la invocación de la intervención de
la Administración del Estado tanto de los manifestantes como de la alcaldesa de
Barcelona –siempre obsequiosa con el separatismo y esquiva al respeto a la
unidad nacional-. Los taxistas buscan una regulación homogénea para el conjunto
de España del número de licencias VTC (del tipo de las concedidas a empresas
como Uber o Cabify) y por ello apelan a la intervención de la Administración
General del Estado.
A diferencia de lo que ocurre en
el resto de los países, en España las reivindicaciones laborales no se
reconocen en la bandera nacional. Paradójicamente sí lo hacen en la bandera
republicana y en las regionales. Quizá el ejemplo más notorio de esa falta de
identificación que el sindicalismo español tiene para con la bandera de todos
fue la última marcha de los mineros astur leoneses a Madrid para garantizar que
el carbón nacional mantuviese un régimen especial de primas. La estética de la
marcha se diseñó de forma que a las pancartas con las consignas mineras sólo
las acompañaban banderas asturianas y de la provincia de León. Hasta tal punto
fue así que llegados a Madrid, un grupo de mineros intentó agredir a unos
falangistas que les daban la bienvenida con una gran bandera de España. De no
ser por la decisión con la que actuaron estos últimos la llegada a Madrid
hubiera añadido una nota a lo luna de sangre pero sin metáfora.
Se podrá estar de acuerdo o no
con las reivindicaciones de los taxistas pero de lo que no cabe duda es de que
invocan es una protección del Estado como lo hicieron años atrás los mineros.
Una protección que unos y otros solicitan del gobierno de la Nación. Una
protección que se ha hecho en la lengua que no sólo nos permite entendernos
entre los cerca de cuarenta y siete millones de españoles sino entre los más de
setecientos millones de hispanoparlantes.
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