El debate que se resume en el
título de este artículo se ha colado en buena parte de la sociedad española
fruto de una serie de sucesos hasta hace pocos años difíciles de imaginar. Por
una parte el bipartidismo, hasta hace poco homogéneo en España, fue pactando
progresivamente apartar de las pugnas electoralistas las denominadas “políticas
de Estado”. La primera fue la política de lucha antiterrorista. El debate de la
incorporación de España a la OTAN colocó a la política de defensa y política
exterior en la misma bolsa de políticas de Estado si bien con la grave
excepción de la decisión del presidente Zapatero de retirar las tropas
españolas de Irak rompiendo el principio de “entrar juntos, salir juntos”;
principio determinante en las misiones internacionales de pacificación. La
siguiente materia pactada como “política de Estado” fue el sistema de pensiones
a través de denominado Pacto de Toledo sancionado por el acuerdo del 6 de abril
de 1995 en el Congreso de los Diputados. Hasta la última fase del golpe de
Estado del independentismo catalán, sólo la política educativa quedó fuera de
las políticas de Estado permaneciendo presa de las pugnas de partido y sólo
transitoriamente protegida por el rango de Ley Orgánica de la última ley
educativa que exige una mayoría reforzada para su cambio.
La organización territorial del
Estado quedó fuera de creciente grupo de materias reservadas a los grandes
consensos del bipartidismo. Quedó fuera porque no era necesario pues el consenso
entre socialistas y populares era pleno en ceder casi todas las competencias a
las administraciones autonómicas. Hasta que el barco “piolín” mostró a todos
los españoles que el Estado tenía un tamaño completamente residual en Cataluña
(y en el resto de España), casi nadie parecía cuestionar el sistema autonómico.
Un sistema autonómico que tenía a 17.000 personas armadas en Cataluña como
policías dirigidas por unos mandos ahora juzgados por delito de sedición y al
servicio de unas autoridades que estaban perpetrando un golpe de Estado
televisado como si fuese una final de la liga de fútbol de campeones.
La llamada “revolución de los
balcones” llevó al renacimiento de un sentimiento de españolidad que colgaba
unas banderas de España en ventanas y balcones; unas banderas hasta ahora sólo
libres del estigma de “facha” cuando se exhibían como corolario de una victoria
deportiva. La “revolución de los balcones” ha traído consigo una mirada muy
crítica al modelo de las autonomías. Una mirada que ahora comprueba diariamente
que los servicios públicos esenciales (sanidad, educación, etc) funcionan
exactamente igual gobernados por la Administración General del Estado que por
la Administración Regional. Para mayor abundamiento, ahora el riesgo de desvío
de fondos públicos para engrasar la maquinaria golpista se ha reducido
extraordinariamente. El cuestionamiento del modelo autonómico era hasta hace
poco un tema prohibido; un anatema. Ahora está muy cerca de convertirse en un
clamor popular.
Casi en el mismo tiempo y por
razones bien diferentes, el sistema de pensiones ha vuelto a la arena política.
Lo ha hecho de la mano de colectivos no politizados (igual que la “revolución
de los balcones”) pero de inmediato ha sido casi engullido por los partidos
políticos.
La novedad es que las demandas de
los pensionistas son de un inusitado pragmatismo. No son reivindicaciones de
largo plazo que se prestan a la dinámica electoral de primero cambiamos de
gobierno, luego cambiaremos las leyes, etc. No se prestan porque quienes prometen
los cambios son, en no poca medida, los mismos que –con buen criterio, en mi
opinión- convirtieron a las pensiones en política de Estado a través del Pacto
de Toledo.
El pragmatismo de los
pensionistas casa muy bien con el de quienes ven que los servicios públicos
siguen funcionando cuando los gestiona la Administración General que cuando lo
hace la regional. Casa además con el de quienes pensamos que pensamos que la
Educación debería engrosar la lista de materias de Estado y que, bajo ningún
concepto, puede estar en manos de los sembradores de odio. Probablemente España
sea el único país del mundo donde cualquier familia puede acudir al defensor
del menor o a la fiscalía para denunciar un delito de acoso escolar pero está
casi indefensa si quiere proteger a sus hijos de la educación en el odio al
resto de los españoles. Hasta ahora la actuación judicial ante las denuncias de
maestros que estigmatizaron a alumnos de sus clases por ser hijos de guardias
civiles está siendo muy poco eficaz.
La elección entre autonomías o
pensiones es un resumen refractario a los muchos matices que cabría hacer. Con
las cosas de comer caben pocas fruslerías. Es un debate muy dicotómico; o se
llega a fin de mes o no se llega. O hay dinero para mi pensión o no lo hay para
otros dispendios.
Carece de sentido seguir pensando
que garantizar derechos fundamentales como la educación o la seguridad desde la
Administración General del Estado es una reivindicación trasnochada. Se puede
estar de acuerdo o no pero es tan legítimo como quien quiere llegar a fin de
mes con la pensión por la que cotizó durante casi siete décadas. Como quienes
no estamos dispuestos a aceptar que se siga educando en el odio al resto de
españoles desde las escuelas.
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