Envío; a José Ramón.
Acaso ni recordamos la última vez
que pronunciamos Su nombre.
En lo cotidiano de nuestras
conversaciones rebosan los nombres de los jefes y compañeros de trabajo.
Abundan las menciones a los vecinos, a los amigos, a lo que la cuñada ha hecho
o a lo que la suegra acaba de decir. Llenamos nuestros días y nuestra boca de
nombres de quieres merodean por lo cotidiano pero hay un nombre que,
particularmente en España, está de huelga en nuestras tertulias, se ausenta de
nuestra mesa o parece no caber en las recomendaciones que enviamos por whatsapp
a quien nos pide opinión sobre lo urgente, sobre lo importante o sobre lo absolutamente
superficial.
En estos días en los que abril
trepa por las ventanas y se oye el llanto metálico de las cornetas estaremos
ágiles en evitar su nombre sustituyéndolo por instantáneas, fotos panorámicas o
decenas de videos, pero seguirá sin estar en nuestra conversación como si lo
está la última arbitrariedad que atribuimos a nuestro jefe o el más reciente de
los desaires que decimos haber recibido de un familiar. Escribió Somerset
Maugham cómo de asombroso era que los seres humanos, que vivimos tan poco
tiempo, nos esforcemos en causarnos mutuamente tantos dolores. Así es y, sin
embargo, es llamativo que alguien que motiva tantas decisiones y
comportamientos esté por estrenar en infinidad de labios a pesar de que, decía
Don Antonio, hable para nuestros adentros en el verdeo de las cosas.
Es como si, en una claudicación
ante la corrección política, hayamos caído en una autocensura que nos
recomienda no hablar de quien está mal visto o bien que, en el fondo, para
quienes dejamos que aún cocine Dios en nuestros pucheros, lo hagamos como meros
consumidores de sacramentos –ora en la comunión del niño, ora la unción del
enfermo que se nos va- pero en absoluto como agentes de Fe. Lo dejamos cocinar
en nuestras entrañas pero sin reparar ni en la razón de los ingredientes que
emplea ni en los tiempos. Lo dejamos que venga a auxiliar a quien se despide
sin reparar en que nos hemos cerrado al tiempo del cielo y sin ese tiempo, el
auxilio no tiene sentido más allá que el de la más absoluta de las despedidas.
Así hablaba José Mazuelos, médico de almas y galeno, en su homilía ante el
Cristo de la Buena Muerte; el mismo galeno ursuonense que se revestía de Obispo
–pues lo es- como quien va a ganarse el jornal predicando a los pies del
Nazareno de Paradas y de la Virgen de los Dolores. Para un Dios que se abaja a
las personas, quien se encierra en el tiempo de lo terrenal se encarcela en la
más angustiosa de las cárceles; una con celdas de barrotes que la Fe lima con
gran eficacia hasta abrirla al tiempo del cielo. Se lo decían a Pedro y a Lola
sus hijos, “visteis nuestro primer aliento y viviremos para resguardar el
último vuestro”. Entre el tiempo de los hombres y el tiempo del cielo, la vida
es un mero trámite.
Cuando se pasa ese trámite se
busca Su mano. Una mano que siempre está tendida aunque se ande cortito de
credo y repleto de dudas. Como se dijo, nadie sabe lo que cocina en los
pucheros de nuestros adentros. Quizá no se sepa porque no está en nuestros
labios.
Puede que ahora cuando lo veamos
con una belleza más aplomada, más hecha y densa, sea tiempo de hacerlo
cotidiano en nuestras conversaciones, tanto como en los perfiles de nuestros
teléfonos en estos días en los que los saeteros mastican martinetes con palabras
que duelen hasta hacer sangre en los labios. Sobre las mataduras del alma
pronuncio tu nombre, Jesús.
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