Lo seguimos fiando casi todo al
Estado. Sus administradores ocasionales, los representantes políticos elegidos,
sabedores de este demandado paternalismo casi carnal, exhiben el músculo presupuestario
como quien nos ofrece un mullido colchón donde recostarnos desde la cuna a la
tumba. Sin ir más lejos, se acaba de echar a rodar el proyecto de presupuestos
de la Junta de Andalucía para 2020 y en el frontispicio de la nota de prensa
con el primer avance destacan sus hacedores que ha crecido un 5,6 por ciento
respecto a los que se aprobaron apenas hace unos meses para 2019. La lectura
es, si el presupuesto es mayor, todos estaréis un poco mejor.
Poco hay de lo que sorprenderse
si se atiende a lo que nos dice el servicio de estudios del BBVA. Los españoles
no sólo compartimos con franceses, alemanes, italianos y británicos el apego a
las prestaciones del Estado del Bienestar sino que vamos mucho más lejos de las
preferencias paternalistas de estos otros países europeos. Para ser exactos, el
Estudio Europeo de Valores de la Fundación BBVA revela que la mayoría de los
españoles piensa que Estado debe ir más allá de las prestaciones del Estado del
Bienestar hasta entrar de lleno en la limitación de mecanismos de mercado como
fijación de precios, salarios y beneficios empresariales. En esto discrepamos
de los otros cuatro países analizados poco partidarios de la injerencia estatal
en la fijación de precios. Aún hay más. Frente al 29 por ciento de franceses,
alemanes, italianos y británicos que opinan de otra forma, el 49 por ciento de
nuestros compatriotas abogan por la igualdad de los ingresos con independencia
de la cualificación de cada cual. Pocas recetas contra la prosperidad de una
Nación resultan más nocivas que abrazar el consenso del igualitarismo frente a
la meritocracia, pero eso es lo que hay.
Sí es cierto, en cambio, que en
este miedo a la desigualdad que nos hace golpear una y otra vez las puertas del
asistencialismo estatal (desigualdad ahora mayor que antes de la crisis de 2008,
conviene recordarlo) puede haber un deseo de acciones predistributivas y no
sólo de las convencionales redistribuitivas. Esta interesante reflexión se la
oí a Manuel A. Hidalgo, ahora secretario de Economía de la Junta de Andalucía,
pero –sobre todo- un académico honesto con una inusual visión de futuro. Las
acciones predistribuitivas están orientadas a compensar las diversidades de
cuna de unos y otros de forma que el asistencialismo lo sea en forma de
acompañamiento a quien más lo necesita en un desarrollo vital que, a diferencia
del asistencialismo aletargador, debe estar guiado por el esfuerzo y el afán de
superación. Una beca escolar es una acción predistribuitiva. Las universidades
laborales –ahora extirpadas de la memoria colectiva- también lo fueron.
El mundo tardó casi dos siglos y
medio desde la primera revolución industrial hasta el crack de Octubre de 1929 para definir un contrato social en forma
de “sistema capitalista de bienestar”. No son pocos –entre ellos mi respetado y
amigo el profesor Juan Torres- quienes encuentran el trenzado de los flecos
últimos de este contrato en el Nuevo Acuerdo (“New Deal”) del presidente
Franklin Delano Roosevelt a partir de 1933. Sin duda fue el “New Deal” un
programa criticado en extremo por los partidarios del liberalismo económico
hasta el punto de señalar al propio Roosevelt
como un ariete comunista bautizándolo con el sobre nombre de Stalin Delano
Roosevelt. Friedrich A. von Hayek lo criticó severamente en Camino de servidumbre pero la historia
no dio la razón al economista austríaco en un libro de incuestionable
influencia cuyo objetivo no era arremeter contra el presidente estadounidense
sino demostrar –también equivocadamente- que el fascismo imperante en la Europa
de su tiempo no era una reacción del capitalismo frente al comunismo sino una
variante del mismo. George Sorel demostró que no era así. También lo hizo
precisamente un crítico con el Contrato social de Rousseau, José Antonio Primo
de Rivera. Sorel y el fundador de la Falange poco antes de su asesinato en 1936
advirtieron que la negación de la dimensión espiritual de la persona era la que
hacía de la respuesta socialista a las marcadas desigualdades sociales algo
incompleto y equivocado. No obstante, en justicia, ni Adam Smith ni mucho
después Hayek negaron un espacio propio al Estado en mitad de la economía de
mercado, sólo lecturas epidérmicas y prejuiciadas de sus obras puedes despachar
semejantes conclusiones.
Lo cierto es que demoscópicamente
el liberalismo económico tiene un estrecho espacio en las preferencias
europeas. Mucho menos en las de los españoles. Contó el ex asesor del PSOE y
economista José Carlos Díaz en Hay vida
después de la crisis una jugosa anécdota del premio nobel de Economía
Robert Lucas quien en 2010, con la crisis ya desbocada pero firme en su
convicción de que la cantidad de dinero era neutral en el funcionamiento de la
economía, reconoció que “los economistas hemos aprendido en esta crisis que no
se puede minusvalorar la importancia de tener un prestador de última
instancia”. El prestador de última instancia, el que abría la billetera cuando
todos la cerraron, eran los bancos centrales, en definitiva, los estados.
La cuestión que no pocos se
platean es si está agotado el contrato social posterior a la revolución
industrial que engrasa las fricciones sociales con los sistemas de protección
pública para que no deriven en revueltas, en definitiva si capitalismo de bienestar
debe dejar paso a un nuevo contrato social tras la crisis de 2008 y a las
puertas de –quizás- una nueva. Un contrato que, por ejemplo, afronte una
distribución demográfica diferente en el Planeta, unas potencias económicas
también diferentes, una clase media más estrecha y la constatación de la
globalización y liberalización de los mercados no condujo inequívocamente al
aumento generalizado y equilibrado del bienestar mundial.
El catedrático de Economía
Española de la Universidad de Barcelona, Antonio Garrido, define el nuevo
contrato social post crisis de 2008 como aquel en el que los ciudadanos hemos
aceptado evitar con dinero público e impuestos la caída del sistema financiero
a cambio de que éste acepte un marco regulatorio orientado a evitar próximas
crisis y a que, en caso de producirse, sean financiadas con dinero privado (de los
propios bancos, de sus accionistas y de los depositantes por encima del nivel
de ahorro protegido por el fondo de garantía de depósitos). Naturalmente
Garrido no limita al arreglo bancario el nuevo contrato social que sustituya al
actual que tardó en forjarse casi dos siglos y medio. Pero sí parece que la
sociedad ha acentuado su miedo a la libertad, a la libertad del mercado global
y reclama un mullido colchón sobre la máxima de que los ciudadanos pensamos que
el dinero público es gratis y los políticos están convencidos de que es suyo.
Ya ven, ahora nos “regalan” un 5,6 por ciento más en Andalucía. Las promesas de
reducir el tamaño de los entes poco útiles se han diluido y la promesa de bajar
los impuestos se aplazó. Los gobernantes conocen bien el terreno que pisan, las
preferencias de quienes votan el contrato social. La sociedad ha vuelto a
depositar en los estados una capacidad protectora superior a la que cada cual
podría construirse en una economía de mercado poco intervenida. Es por esto que
los liberales más convencidos denuncian el consenso socialdemócrata que no es
más que un concepto menos mordaz que en que en su momento supuso apodar a Roosevelt
con el apellido de Joseph Stalin advirtiendo de un camino a la servidumbre
totalitaria. Un camino que no resultó serlo. Gobierne el centro derecha o lo
haga el centro izquierda, el presupuesto sólo puede hacer una cosa; crecer
salvo que entremos en un nuevo colapso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario