Si no la alarma desde luego la
preocupación por una próxima recesión se ha instalado en la cabeza de casi
todos y también en la agenda avanzada de las autoridades económicas. Para el
caso de España el último que ha venido a sumarse ha sido el Banco de España con
una revisión a la baja del crecimiento previsto para 2019 (el 2 por ciento) y
para 2020 (el 1,7 por ciento). Conviene darle a las cosas, sobre todo a las
preocupaciones, su justa medida. Una crisis con mayúsculas es el siguiente
telegrama. El jueves 24 de Octubre de 1929, en la neoyorquina Wall Street el pánico se extendió a
partir de un ligero descenso en las cotizaciones. Inmediatamente se ofrecieron
13 millones de acciones cotizadas en bolsa a cualquier precio. Los
norteamericanos perdieron en sólo un día 26.000 millones de dólares. A medio
día ya se contaban 12 suicidios. Fue sólo el principio. El valor promedio de
los valores bursátiles bajó en un 50 %. Más de 60.000 establecimientos
financieros cerraron sus puertas. La crisis llegó a provocar una depresión
económica general y el paro llegó a 13 millones de personas; el 25 por ciento
de la población activa norteamericana. Bien, la posible desaceleración que se
avecina poco tiene que ver con esto y, con casi total certeza, tampoco con la
recesión iniciada en 2007.
Ahora bien ¿cómo estamos para
afrontar una nueva crisis económica? La salida de la gran recesión de 2007 ahora
puesta en solfa nos ha legado una sociedad con salarios más bajos, reducción en
derechos laborales muy asentados como la cuantía de la indemnización por
despido a la par que ha aumentado la desigualdad en cómo se distribuye la
renta. Los ciudadanos hemos salido de esta crisis más pobres, más desiguales,
con una menor cobertura frente a situaciones de despido y una amenaza
inapelable al valor de las pensiones públicas. Todo ello ha llevado si no a una
impugnación del parlamentarismo como ocurrió en la Europa de los años veinte
del siglo pasado, sí a un giro hacia nuevas opciones políticas a las que con
trazo grueso se las denomina de populistas.
Es ingenuo pensar que los
ciudadanos en paro o con salarios bajos van a salir en defensa de un sistema
político más dispuesto a legarle el mundo de necesidades de sus bisabuelos que
el de la opulencia de sus padres. Es igualmente insensato esperar que los
obreros industriales norteamericanos que perdieron su empleo por la
deslocalización de empresas hacia China, aplaudan el mundo de la globalización.
Antes al contrario están bien dispuestos a respaldar el mensaje del presidente
Trump lanzado desde su poderoso “twitter”, afirmando que es posible que la
deslocalización de empresas industriales a China haya traído beneficios; sin
duda para sus propietarios y accionistas pero no para los trabajadores americanos
que perdieron su empleo. Las etapas de crisis son siempre proclives al
proteccionismo arancelario. La historia está repleta de ejemplos.
Además de más pobres y menos
protegidos frente al desempleo ¿cómo vivimos cotidianamente? Ya antes del
estallido de la gran recesión en 2007 en EEUU y un año más tarde en España, se
había desarrollado el fenómeno de la economía de bajo coste cuyo mascarón de
proa fueron los bazares chinos primero y después los botellones juveniles, los
seguros y los vuelos baratos. Para una clase media en la que ser mileurista era
ser un “pringadillo”, la economía “low cost” era una opción, vivir por encima
de nuestras posibilidades a golpe de tarjeta de crédito, era otra. Ahora que un
salario de mil euros al mes es el sueño de millones de trabajadores,
principalmente jóvenes con cualificación profesional media baja, la economía
“low cost” no es una opción; es la única opción. La única que les permite no
sólo sobrevivir con lo básico sino acceder al estándar de consumo al que -ni
antes ni ahora- estamos dispuestos a renunciar. Nos han enseñado que no hay
felicidad sin consumo y lo hemos comprado sin gran problema.
El móvil de última generación y
el acceso permanente a internet se considera un derecho social incuestionable y
precisamente es sobre la conectividad sobre la que se ha desarrollado una nueva
economía de bajo coste que está plenamente instalada en nuestra casa.
Pocas veces la publicidad logra
reducir en apenas treinta segundos de imágenes una nueva forma de vivir en la
que millones de personas se han acomodado con suma placidez a juzgar por las
sonrisas de los dos chicos que protagonizan el nuevo anuncio de un conocido
buscador de viajes. Ambos coinciden azarosamente en un tren que transita
lánguidamente por un paraje natural. Viajan con un pasaje barato que les obliga
a chocarse las rodillas con las maletas y las mochilas, pero no les importa.
Visten con previsible informalidad y su aspecto es el propio del respetable
público de albergues. Durante los segundos que dura el anuncio ella repara en que
el chico no cesa de hacer gestiones con su móvil. Tiene un mundo barato en su
mano al alcance de su huella. La cobertura de cuarta generación (4G) y la
dependencia al móvil explica que es usual ver asentamientos de extremada
pobreza donde falta de todo menos el móvil en la mano, la pantalla plana y el
acceso a sus contenidos premium.
Sigamos en el tren. Un tren que
se acompaña de un vaivén que nos ubica en algún destino lejano y exótico donde
viajan los jóvenes desaliñados del anuncio a golpe de aplicación descargada en
el móvil. Seguramente acabarán alojados en una vivienda particular fuera del
circuito convencional de los paquetes turísticos. De otra forma su bolsillo no
se lo permitiría. Conforme viajan compartirán su viaje en las redes, puntuarán
la calidad del tren, de su alojamiento, de tal o cual visita y con unos pocos
euros habrán completado unas vacaciones con las que recargar pilas antes de
volver a sus trabajos de, con suerte, mil euros a fin de mes hasta lo que dure.
Así vamos a afrontar la crisis,
así y con la “post austeridad” de la que hablan las instituciones europeas pero
esa, esa es otra historia.
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