La sensación de crisis continúa
extendiéndose y también la de que la receta de la política monetaria ultra
expansiva no da para más. A pesar de que en su despedida como presidente del
Banco Central Europeo, Mario Draghi, ha reactivado su disposición a la compra
de activos tóxicos privados y de deuda pública a razón de 70.000 millones de
euros al mes, el recorrido de la política de lanzar dinero desde el helicóptero
se ha agotado. No basta con que los tipos de interés sean negativos para los
bancos y reducidos para consumidores y usuarios, es necesario también que los
particulares pidan préstamos y no parecen dispuestos a hacerlo en una situación
de incertidumbre y con el recuerdo fresco de los años de la reciente crisis.
Casi agotada la política
monetaria, en Europa y resto de economías en riesgo de recesión se vuelve a
mirar al gasto público como muleta en la que apoyarse cuando vengan mal dadas o
incluso antes; para evitar que el riesgo de crisis cuaje en recesión cierta.
Con esa mirada cariñosa al gasto público, muchos analistas han asumido el
término de “espacio fiscal” para etiquetar a los países que pueden abrir la
billetera del presupuesto público ya que los particulares la tienen cerrada con
cremallera.
La definición de “espacio fiscal”
es viscosa pero podemos aceptar que disponen de él los países que tienen
superávit presupuestario y un nivel reducido de deuda pública sobre su PIB.
Ponerle una cifra a esta segunda magnitud no es fácil pero los criterios para
acceder en su momento a la moneda única instalaron la cifra del 60 % del PIB
como frontera a no rebasar. Así las cosas, tendrían superávit presupuestario
Bulgaria, Chequia, Dinamarca, Alemania, Grecia, Croacia, Lituania, Luxemburgo,
Malta, Holanda, Austria, Eslovenia y Suecia. De este listado de países con las
cuentas públicas más que equilibradas habría que descartar aquellas con un
nivel de endeudamiento alto respecto al PIB. Este criterio de expulsión sacaría
de la lista a Grecia y casi a Croacia, Luxemburgo y Austria, todas ellas
economías con entorno al 70 por ciento de deuda pública sobre el PIB. La lista
se tendría aún que achicar liberando del esfuerzo de mayor gasto público a los
países que –a pesar de tener saneadas sus cuentas- están considerablemente por
debajo de la renta per capita promedio
de la Unión Europeo. Con todos los descartes la lista se reduce a Dinamarca (0,5
por ciento de superávit y 33,6 por ciento de deuda sobre el PIB), Alemania (1,7
y 61), Holanda (1,5 y 50,9) y Suecia (0,9 y 36,3). España está descartada con
un 2,5 por ciento de déficit y una deuda del 98,7 por ciento del PIB en el
primer cuatrimestre de 2019.
Pero no vayamos tan rápido. La
política fiscal, en definitiva las decisiones de gasto público, son soberanas
de los estados y –a diferencia de la política monetaria- no están cedidas a la
Unión Europea. Ni Mario Draghi y su sucesora, Christine Lagarde pueden obligar
a cambiar la política fiscal de ningún estado, lo que hacen es intentar
persuadir para que lo hagan en aras de frenar una posible crisis.
Dos apuntes más. Las políticas de
gasto público se diseñan para beneficiar, principalmente, al país que va a
soportar el esfuerzo de financiarlo con impuestos (actuales o futuros). Pero si
esto es cierto, no lo es menos que sus efectos van más allá de sus fronteras a
través de lo que los economistas llamamos “efecto desbordamiento”. Así, un
ciudadano alemán que se beneficie de un mayor gasto público en su país también
podrá más cómodamente venir a veranear a la Costa del Sol. La mayor parte de su
dinero se lo gastará en Alemania, pero no poca cerveza consumirá a pie de
chiringuito malacitano.
El segundo apunte es ¿dónde
gastar el dinero? Europa tomó buena nota de la mala gestión del Plan E del
presidente Rodríguez Zapatero. De pronto los ayuntamientos recibieron una
lluvia de millones para financiar infraestructuras que equivalían al
presupuesto de inversiones de unos cuatro años. Muchas decisiones de gasto
innecesario siguen hoy jalonando parques y jardines; pistas de patinaje sin
patinadores, líneas de tranvía sin tranvía, etc. Para no repetir errores como
los citados, hay una serie de inversiones prioritarias que –a poco que se
pueda- deben abordarse. En primer lugar, las orientadas a mejorar la
conectividad deben repartir esfuerzos entre mejorar los corredores comerciales
y luchar contra el vaciamiento del mundo rural. En segundo lugar, el invierno
demográfico español y el envejecimiento de la población exige ampliar y adaptar
las infraestructuras a miles de personas cuya movilidad es cada vez mayor. En
tercer lugar y apostando por la competitividad de sectores industriales
estratégicos como el agroalimentario, un experto como el ingeniero Eusebio
León, apunta a la necesidad de desarrollar terminales de carga aérea para los
productos de mayor valor añadido. En definitiva, se necesita adaptar aeropuertos
a líneas aéreas de cargo y también mejorar las competitividad de los puertos
españoles frente a los grandes competidores como Tánger o Nador.
Naturalmente la lista no pretende
ser exhaustiva pero sí hay decisiones que no se pueden repetir. Hace sólo unos
días mientras paseaba por la playa reparé en el trabajo de varios empleados
municipales que aún mantenían sus contratos veraniegos en un septiembre
agonizante. Barrían de arena de la playa la pasarela de madera que unían dos puntos
de duchas. Al poco despertó el viento de levante.
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