"¿Cuantos
siglos caben en las horas de un niño?" se preguntaba Luis Cernuda en ese
eterno regreso a la infancia que podía ser, entre otros recuerdos, el de unos
niños que hace más de tres décadas se asomaban a la Semana Santa con una
incipiente capacidad de discernimiento. No sería forzado fabular que estrenarían
el conocimiento asidos a las manos de sus abuelos en aquella Semana Santa en la
que ha poco se había dado el pistoletazo de salida del luego "boom"
de los hermanos costaleros con la cuadrilla del Cristo de la Buena Muerte de la
Hermandad de Los Estudiantes (pocos saben que después fue la de Jesús Nazareno
del pueblo de Paradas). En las manos de sus abuelos y en aquella Semana Santa
austera había un ánimo de reconciliación entre españoles conjunto con el olor
de azahar.
Efectivamente
nada estaba escrito aunque hubiese muchas tutelas. Si la incertidumbre
desprendiera olor hubiera competido en intensidad con el típico olor a azahar
que a fuerza de repetirlo tópicamente provocó el hartazgo de Chaves Nogales.
Había Semana Santa en una Nación (a la que luego quisieron cambiar el nombre
por el de "este país") que quería culminar un proceso de
reconciliación que para unos -los promotores de la revista El Escorial- comenzó
muy pronto y para otros, en honor a la verdad, no llegó nunca.
Sin
ese ánimo de superar la división de las dos Españas no se hubieran firmado los
Pactos de la Moncloa o se conseguirían ampliar las bases de un estado social o
de bienestar iniciado algunas décadas anteriores.
La
reconciliación iniciada con mayor o menor fortuna en torno a hitos como la
mencionada revista El Escorial o la construcción de El Valle de los Caídos, se
institucionalizó en la Transición. Pero lo que debía ser un proceso natural de
maduración que conllevase acumulativamente a unos mayores espacios de
entendimiento entre los adversarios, ha derivado en un sentimiento de odio
entre los chavales de horas infinitas como los que evocaba el poeta sevillano
magníficamente biografiado por Antonio Rivero Taravillo. Ahora hay jóvenes
preñados de un odio reeditado y peligroso.
Es
cierto que la Transición no tuvo ese halo beatífico con el que se nos obligaba
a estudiarla en clase. Lo que luego se ha sabido del fallido golpe del 23-F, de
Montejurra y lo que aún queda por saber del asesinato de los abogados
laboralistas de Atocha han servido para poner a la Transición en un lugar menos
ditirámbico pero, con todo, positivo si nos quedamos con lo que de
institucionalización del deseo reconciliador tuvo.
Sólo
quienes han conocido una caricatura de la Guerra Civil montada sobre arquetipos
cómicos de buenos y malos, pueden ahora protagonizar un desencuentro tan grande
que llega a rezumar el odio que aquellos abuelos que acompañaban a los párvulos
nazarenos de los años 80 quisieron enterrar en un abrazo de paz y de perdón; un
perdón no muy diferente del que sustancia muchos de los misterios que ahora
procesionan.
Los
hijos de aquellos abuelos, son los abuelos de hoy y la crisis brutal los ha
devuelto a ser el bastidor que sostiene el tejido social español. Entre 2007y
2015 han habido en España alrededor de 480.000 ejecuciones hipotecarias. Bien
es cierto que buena parte de ellas lo han sido de segundas viviendas pero en
las que lo fueron del domicilio familiar, ahí estaban los abuelos, los entonces
jóvenes e hijos de los abuelos de la Transición que comenzaban a ganarse el pan
y sus hijos paseaban de la mano de los mayores. A base de su esfuerzo por
muchos pasaron todos los años de una vez. Pero los nietos de ahora que
coquetean irresponsablemente con el odio guerracivilista encuentran techo y
comida en los hogares austeros de quienes envejecieron convencidos de la
necesidad de reconciliación .
Es
cierto que cuando la pobreza entra por la puerta, muchos sentimientos nobles
salen por la ventana, pero estaría bien que las generaciones mayores, que ya
ponen la lumbre, la mesa y el mantel, transmitan que el odio al adversario sólo
conduce al enfrentamiento que poco bueno trae.
La
Semana Santa es un marco apropiado para compartir estas enseñanzas. Yo lo veo
en sus ojos. En los ojos achinados con los que mira la Virgen de los Dolores de
mi pueblo. Son los ojos de mi infancia, son los de mi familia y son los que
espero que me contemplen en la aduana final en la que todo lo fías a la
Misericordia.
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