El
debate entorno a la supresión de las Diputaciones provinciales a raíz del pacto
entre el PSOE y Ciudadanos supone un abordaje limitado pero interesante de uno
más amplio e inaplazable como es el de la Administración Territorial del
Estado. A pesar de lo limitado es, como decimos, interesante por lo que aporta
en la racionalidad del uso del dinero del contribuyente y porque pone el foco
en una administración local (las diputaciones técnicamente lo son) sobre las
que se extiende la sospecha de su abuso por los partidos nacionales y
regionales mayoritarios como refugio de 'protegidos' de los aparatos de los
partidos.
En
Andalucía el presupuesto consolidado conjunto de las ocho diputaciones
provinciales suma cerca de 2.000 millones de Euros anuales, variando entre la
cuantía máxima que corresponde a la de Sevilla (423 millones) y la mínima de
Huelva (146 millones). Sin embargo, en términos relativos apenas representan el
6.6 % del presupuesto anual de la Junta de Andalucía que ronda los 30.000
millones de euros.
Dos
argumentos falaces se han esgrimido por los defensores y detractores de la
supresión de las diputaciones y conviene desmontarlos con el ánimo de
contribuir a un debate más riguroso que, insisto, es sólo parcial si se compara
con unos de los grandes debates pendientes en España que es la reordenación del
reparto de competencias entre las Administraciones Territoriales.
Un
argumento falaz esgrimido por los defensores de las Diputaciones consiste en
denunciar que los ayuntamientos y vecinos dejarían de recibir los servicios que
ahora garantizan las diputaciones. Para conocer las funciones de las
diputaciones hay que acudir a tres leyes claves en este momento; la Ley 7/85
Reguladora de las Bases de Régimen Local, el Texto refundido de la Ley
Reguladora de las Haciendas Locales y la Ley 27/2013 de Racionalización y
Sostenibilidad de la Administración Local. Las tres ponen el foco en los
servicios prestados a los municipios con menor número de habitantes.
La
falacia del argumento consiste en dar por válido que desaparecidas las
diputaciones, desaparecerían los servicios que actualmente prestan. En
absoluto, simplemente habría una reasignación de esas competencias a otra
administración pública del Estado que, probablemente, sería la Administración
Autonómica. Esta reordenación de las competencias conllevaría la transferencia
del personal de las diputaciones a las comunidades autónomas. Nada hay en la
literatura especializada que pruebe de manera incontrovertida que los servicios
prestados por una administración son ni de mejor ni de peor calidad que los
prestados por otra.
De
lo anterior arranca también el argumento falaz de los defensores de su
supresión consistente es esgrimir un ahorro en el dinero del contribuyente
equivalente al presupuesto consolidado de cada diputación. No existiría tal
ahorro por cuanto, como se ha dicho, habría una transferencia de personal de
las diputaciones a la nueva administración competente como en su momento la
hubo de la Administración General del Estado a las administraciones
autonómicas. Sí habría un ahorro nucleado en la supresión de los servicios
generales de las diputaciones, en el mantenimiento de buena parte de unas
instalaciones que podrían quedar liberadas y en el coste de parte de los
asesores. No obstante, este último coste aunque es el mediáticamente más
llamativo cuando se lleva a cifras no lo es tanto.
Las
diputaciones adolecen de un problema de reputación social del que en absoluto
son responsable los empleados que con total competencia y honestidad prestan
sus servicios en estas administraciones. La mala reputación está anudada a la
hemeroteca que, pasada cada elección municipal, siempre es prolija en noticias
que informan de las 'recolocaciones' como asesores varios de la diputación de
los candidatos que han perdido los comicios cuando pertenecen al partido que
gobierna esa administración. Una 'recolocación' que paga el bolsillo del
contribuyente. Un 'colchón' privilegiado donde no caen el resto de españoles
cuando pierden su empleo.
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