lunes, 21 de marzo de 2016

DOS FALACIAS SOBRE LAS DIPUTACIONES (José Manuel en La Razón el 14/3/2016)

El debate entorno a la supresión de las Diputaciones provinciales a raíz del pacto entre el PSOE y Ciudadanos supone un abordaje limitado pero interesante de uno más amplio e inaplazable como es el de la Administración Territorial del Estado. A pesar de lo limitado es, como decimos, interesante por lo que aporta en la racionalidad del uso del dinero del contribuyente y porque pone el foco en una administración local (las diputaciones técnicamente lo son) sobre las que se extiende la sospecha de su abuso por los partidos nacionales y regionales mayoritarios como refugio de 'protegidos' de los aparatos de los partidos.



En Andalucía el presupuesto consolidado conjunto de las ocho diputaciones provinciales suma cerca de 2.000 millones de Euros anuales, variando entre la cuantía máxima que corresponde a la de Sevilla (423 millones) y la mínima de Huelva (146 millones). Sin embargo, en términos relativos apenas representan el 6.6 % del presupuesto anual de la Junta de Andalucía que ronda los 30.000 millones de euros.
Dos argumentos falaces se han esgrimido por los defensores y detractores de la supresión de las diputaciones y conviene desmontarlos con el ánimo de contribuir a un debate más riguroso que, insisto, es sólo parcial si se compara con unos de los grandes debates pendientes en España que es la reordenación del reparto de competencias entre las Administraciones Territoriales.
Un argumento falaz esgrimido por los defensores de las Diputaciones consiste en denunciar que los ayuntamientos y vecinos dejarían de recibir los servicios que ahora garantizan las diputaciones. Para conocer las funciones de las diputaciones hay que acudir a tres leyes claves en este momento; la Ley 7/85 Reguladora de las Bases de Régimen Local, el Texto refundido de la Ley Reguladora de las Haciendas Locales y la Ley 27/2013 de Racionalización y Sostenibilidad de la Administración Local. Las tres ponen el foco en los servicios prestados a los municipios con menor número de habitantes.
La falacia del argumento consiste en dar por válido que desaparecidas las diputaciones, desaparecerían los servicios que actualmente prestan. En absoluto, simplemente habría una reasignación de esas competencias a otra administración pública del Estado que, probablemente, sería la Administración Autonómica. Esta reordenación de las competencias conllevaría la transferencia del personal de las diputaciones a las comunidades autónomas. Nada hay en la literatura especializada que pruebe de manera incontrovertida que los servicios prestados por una administración son ni de mejor ni de peor calidad que los prestados por otra.
De lo anterior arranca también el argumento falaz de los defensores de su supresión consistente es esgrimir un ahorro en el dinero del contribuyente equivalente al presupuesto consolidado de cada diputación. No existiría tal ahorro por cuanto, como se ha dicho, habría una transferencia de personal de las diputaciones a la nueva administración competente como en su momento la hubo de la Administración General del Estado a las administraciones autonómicas. Sí habría un ahorro nucleado en la supresión de los servicios generales de las diputaciones, en el mantenimiento de buena parte de unas instalaciones que podrían quedar liberadas y en el coste de parte de los asesores. No obstante, este último coste aunque es el mediáticamente más llamativo cuando se lleva a cifras no lo es tanto.

Las diputaciones adolecen de un problema de reputación social del que en absoluto son responsable los empleados que con total competencia y honestidad prestan sus servicios en estas administraciones. La mala reputación está anudada a la hemeroteca que, pasada cada elección municipal, siempre es prolija en noticias que informan de las 'recolocaciones' como asesores varios de la diputación de los candidatos que han perdido los comicios cuando pertenecen al partido que gobierna esa administración. Una 'recolocación' que paga el bolsillo del contribuyente. Un 'colchón' privilegiado donde no caen el resto de españoles cuando pierden su empleo.

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