Lo que se ve es sólo la espuma de
un fuerte mar de fondo que se corresponde con el descontento de una generación
que sabe que vivirá peor que sus padres. Esa generación está optando
mayoritariamente por nuevos partidos políticos euroescépticos (gruesamente
calificados de populistas de izquierdas o derechas) o independentistas. Parte
de esta reflexión me dicen que corresponde al eurodiputado de Ciudadanos,
Javier Nart. No lo he podido corroborar pero lo suscribo.
Los británicos mayoritariamente
han elegido salirse de la Unión Europea aplicando lo dispuesto en el artículo
50 del Tratado de Lisboa y lo han hecho frente a las amenazas sobre las malas
consecuencias económicas advertidas por los presidentes de los principales países
europeos, el de EEUU y los líderes de las más influyentes empresas
multinacionales. Lo han hecho no porque ignoren esas consecuencias sino porque
valoran más otros aspectos de su relación con la Unión Europea y no son los
únicos. Lo ha advertido Nick Farage líder del UKIP, partido impulsor del
Brexit. El presidente del Verdaderos Finlandeses, Sebastian Tynkkynen que
cuenta con representación en el Parlamento Europeo ya se ha adelantado a pedir
un referéndum que también ha exigido la presidenta del Frente Nacional francés,
Marie Le Pen, primer partido en intención de voto. En términos no muy
diferentes parece posicionarse el líder del FPÖ austríaco, Norbert Höfer,
incluso antes de la sentencia del Tribunal Constitucional de ese país obligando
a repetir las elecciones presidenciales, sin duda el tipo de sentencia que peor
puede calificar la calidad de un sistema democrático. Por último y sin ánimo de
agotar una lista demasiado prolija, el ministro húngaro de Gobernación, János
Lázáz, ha declarado que votaría por abandonar la UE si Hungría lo sometiese a
consulta.
Si las instituciones europeas se
empecinan en responder al euroescepticismo galopante con la miope estrategia de
descalificar como ‘ultra’ a todo el que cuestione la estructura comunitaria, la
británica puede ser sólo la primera pieza que caiga de un dominó que aún tiene
veintisiete fichas en pie.
La cuestión es demasiado compleja
para entenderla en una tribuna de análisis pero hay, al menos, cinco aspectos
que merecen espigarse sobre todo porque suelen obviarse en el análisis agotado
de quienes proponen resolver la crisis europea con la letanía de invocar ‘más
Europa’.
El primero es el que explica el
mapa electoral húngaro, país –no se olvide- netamente receptor de los fondos de
cohesión europeos. Hasta 1718 parte de Hungría estuvo ocupada por el Imperio
Otómano. En este país y en sus países fronterizos, la presión migratoria de la
población desplazada por la guerra en Siria junto con la probabilidad de la
entrada de Turquía en la Unión Europea, hace que su población no esté dispuesta
ni a mantener la política migratoria dictada por Bruselas ni las exigencias del
Tratado de Schengen en vigor en Hungría desde el 21 de diciembre de 2007. Cada
vez que explota una bomba en Turquía, en estos países se oye muy cercana. La
política migratoria de la Unión Europea es una fuente de euroescepticismo
creciente. Decir lo contrario es mentirnos a nosotros mismos.
El segundo argumento es que el
largo periodo de paz que la cooperación comercial europea ha favorecido desde
su impulso por la corriente demócrata-cristiana de los años cincuenta del
pasado siglo, es minusvalorado por una sociedad europea y occidental,
mayoritariamente ‘presentista’ y hedónica. Hay un casi desinterés por el
pasado, por la Historia. Esto conlleva minusvalorar la idea tan arraigada de
que los lazos comerciales entre naciones espantan las guerras por mor del
beneficio y la ganancia mutua –¡hay si en España se pusiese en valor las
aportaciones de la Escuela de Salamanca!-.
El tercer argumento es el de las
imperceptibles ventajas del Mercado Único en vigor desde 1991 y pieza central
de la Unión Europea. Su fundamento teórico está en ‘La Riqueza de las Naciones’
de Adam Smith (1776) y en el famoso ejemplo de la fábrica de alfileres. La
amplitud del mercado favorece la especialización de los países en aquellas
tareas en las que muestran más destreza y de todo se benefician, en último
término, consumidores y empresarios. Naturalmente, los beneficios esperados de
ese gran mercado único europeo exigían la libertad de circulación de mercancías
–desaparición de las aduanas comerciales-, personas –Acuerdo de Schengen- y de
capitales –la liberalización que más rápidamente se logró-. Pues bien, como se
argumentaba al inicio de este artículo, los más jóvenes no perciben esa
ganancia derivada del Mercado Único sino –después de la crisis de 2007- un tipo
de empleo cada vez peor pagado (en España lo hemos llamado devaluación
externa), con menos garantías laborales y más lejos de casa. Una parte no
pequeña de la población ve en el flujo migratorio una explicación directa de la
devaluación salarial e invocan el principio del derecho preferente efectivo
para ocupar un empleo en su país.
El cuarto argumento es muy
líquido por su carácter eminentemente técnico. Se deriva de la naturaleza
esencialmente monetaria del Tratado de Lisboa y, más específicamente, de las
reglas de juego que imperan en los dieciocho países que integran la zona euro.
El Tratado de Maastricht en vigor desde el 1 de noviembre de 1993 era
técnicamente una ‘Constitución monetaria’ esto es una ‘Ley fundamental’ basada
en el objetivo de garantizar el control de la inflación mediante el uso de la
política monetaria. Efectivamente, la inflación es un grave problema económico
que ha conseguido conjurar la Unión Europea pero frente al problema del
desempleo o de los salarios bajos –a los que todos ponemos fácilmente rostro
humano- las bondades de la inflación son líquidas, complejas de entender y
consecuentemente de valorar por la mayor parte de la población. Por ejemplo, el
Tratado de Maastricht imponía la limitación del déficit público por encima del
3 % del PIB junto con la posterior prohibición de que los bancos centrales
comprasen directamente la deuda emitida por los países con déficit. La única
medicina de Maastricht era la reducción del gasto público para los países
deficitarios. En definitiva lo que los euroescépticos han definido como las
políticas ‘austericidas’ a aplicar a una población educada en la convicción de
que el Estado del Bienestar se financia sin esfuerzo. Desde luego frente a una
reducción de las pensiones a cambio de algo tan ‘líquido’ como garantizar el
control de la inflación, el rechazo de la población es inmediato.
El quinto y último elemento ha
sido el error de minusvalorar el sentimiento nacional y la evolución
demográfica. Los hacedores de la actual Unión Europea han minusvalorado la
identidad nacional de sus miembros. Se ha llegado a la convicción de que ceder
la capacidad legislativa del 80 % de las principales leyes a Bruselas, era algo
aplaudido por la sociedad europea instruida en el discurso de que cualquier
incidencia se resolvía con ‘más Europa’ y el correlativo menos capacidad de
decisión de los estados miembros. Una parte determinante de la sociedad europea
no está dispuesta a seguir así y la Unión debe aprender la lección de que una
cosa es la estrecha cooperación internacional y otra la suplantación de la
identidad nacional de los estados miembros.
Si la Unión Europea no toma nota
del resultado británico y del marcado cambio en el mapa político europeo, se
corre el riesgo de volver a un proteccionismo empobrecedor y decimonónico como
consecuencia de unas virtudes de la libre circulación que no se perciben
mayoritariamente. Desde luego no por aquellos que ya saben que les espera un
futuro peor del que han disfrutado sus padres.
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