En el párrafo número doce de su
artículo del 16 de Febrero en el New York Times, el ministro de Hacienda o
Finanzas griego, Yanis Varoufakis, concretaba su petición a los ministros de
economía de la Unión Europea: “Estamos pidiendo unos cuantos meses de
estabilidad financiera que nos permitan embarcarnos en la tarea de reformas que
la población griega pueda soportar, de manera que podamos traer de vuelta el crecimiento (económico) y poner fin
a nuestra incapacidad de devolver nuestras deudas”. Cuatro días más tarde, el
Gobierno Griego consiguió cuatro meses de prórroga de sus socios europeos. Este
resultado, de por sí difícil de alcanzar y del que se han hecho lecturas
“victoriosas” por casi todas las partes, no es lo más difícil. Lo
verdaderamente clave ahora es concretar en qué consiste el lugar común de “la
tarea de reformas” que ahora debe poner en marcha del gobierno griego y que
estas sean distintas de las anteriores si no desean traicionar a su electorado.
Pero sobre todo, deberán ser eficaces para recuperar el crecimiento económico
en Grecia y con él la capacidad de acabar con la pobreza y la incapacidad de
devolver los préstamos.
En el fondo de este debate está
la idoneidad o no de la política de austeridad como camino de retorno al
crecimiento económico. Parte determinante de ese retorno es conseguir mejorar
la reputación del país deudor ante sus acreedores. Esa credibilidad del deudor no
es nada etérea ni viscosa; es una magnitud perfectamente medible y además
cotidiana denominada prima de riesgo.
Una buena cuestión relacionada
directamente con lo anterior pero habitualmente orillada en el debate sobre la
maldad o bondad de la política de austeridad es si, frente a los recortes en
prestaciones sociales muy sensibles a las que la política de austeridad
conduce, la reducción de la prima de riesgo debe considerarse también una
política social pero de signo contrario. En definitiva la pregunta es si una
reducción significativa de la prima de riesgo debe considerarse como un aumento
de la renta disponible que los ciudadanos deben poner en la balanza frente a
los recortes en el gasto público.
España es un buen ejemplo para
esto. En junio de 2012 yo estaba en Amsterdam en un Congreso científico Internacional
y la prima de riesgo española estaba cerca de alcanzar su máximo de 638.42
puntos básicos. Probablemente tardaremos muchos años en conocer cuál fue
verdaderamente la fuga de capitales de los bancos españoles bien hacia otros
bancos bien hacia los “colchones” de los hogares españoles. Lo que sí puedo
contarles es que mi teléfono no dejó de sonar con llamadas angustiadas pidiendo
consejo sobre qué hacer con los ahorros depositados en bancos.
Tres años más tarde la prima
española ha llegado a caer incluso por debajo de los 100 puntos básicos. En
definitiva ahora el dinero que España pide prestado –en promedio- es más de un
5 % más barato de lo que pagábamos en 2012. Esto es sin duda un ahorro para los
contribuyentes actuales y también para los futuros que heredarán parte de una
deuda pública que ya supera el valor de nuestro PIB.
Pero al tiempo que la prima de
riesgo española ha bajado pareja al aumento de nuestra credibilidad ante los
acreedores, los recortes presupuestarios –la política de austeridad- ha ido
creando una bolsa de damnificados creciente. En ella estamos todos a los que se
nos quitó parte de nuestro sueldo, los que tenemos los ingresos congelados y
perdiendo poder adquisitivo, los enfermos a quienes se le han retirado la
financiación pública de sus medicamentos, aquellos que han perdido sus empleos
por trabajar en empresas que tenían como cliente principal al sector público,
etc. También están en la bolsa de damnificados de la política de austeridad
todos los que ahora pagamos un IVA más alto o unas tasas más caras por acceder
a servicios públicos como la educación universitaria.
¿Qué explica que en la imaginaria
balanza ciudadana pese más el “austericidio” que la política social asociada a
una significativa reducción de la prima de riesgo? Desde luego el hecho de que
los recortes recaen sobre colectivos específicos y mediáticamente muy visibles
y los beneficios de la mejor credibilidad se dispersan entre millones de
personas. Esto es cierto pero sólo en parte. Desde luego es difícil adivinar que
detrás de un pequeño abaratamiento del uso de la tarjeta de crédito está una
acción de gobierno. Mucho más fácil es ver la acción de gobierno tras un
recorte de gasto que deja inasistidos a enfermos crónicos. Pero además está el
hecho de que la transmisión de la mejor credibilidad al bolsillo ciudadano con
frecuencia falla. Por ejemplo, ¿qué beneficio social hay si pese a reducirse
significativamente los tipos de interés, el acceso al crédito por las familias
sigue siendo muy difícil? ¿qué beneficio social hay si una bajada en los tipos
no se traduce en la reducción de las cuotas de los préstamos porque se aplican
“cláusulas suelo” muy engorrosas de remover?
Pretender que la mejora de la
credibilidad se perciba socialmente de manera intensa es como querer pensar que
el ciudadano considera la deuda pública como una carga directa. Igual que la
deuda pública es a menudo vista desde la ingravidez absoluta en el bolsillo del
ciudadano, la reducción de la prima de riesgo parece materia de una ciencia
arcana e inexpugnable.
La credibilidad puede ser una
fuerte política social sólo si llega a los ciudadanos de manera más visible.
También puede compensar el juicio social frente a la política de austeridad
pero sólo si ésta reparte o dispersa socialmente sus efectos negativos. El
ministro Varoufakis sabía bien lo que decía cuando escribió en el New York
Times “No más programas de ‘reforma’ que apuntan a los pensionistas más pobres
y a las familias con gastos farmacéuticos mientras dejan sin tocar a la
corrupción a gran escala”. Sabía lo que decía aunque no deje de resultar
paradójico para una “tragedia griega” que comenzó en 2010 cuando se descubrió
que la corrupción en el gobierno había llegado hasta falsear completamente las
cuentas del Estado Heleno.
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