La
difunta canciller de hierro Margaret Thatcher acuñó la expresión de
"capitalismo popular" para describir el cambio operado en la
propiedad de las grandes corporaciones británicas. La ex primera ministra del
Reino Unido se refería así a que, a diferencia del capitalismo de los grandes
telares de Manchester al inicio de la Revolución Industrial, las empresas
británicas ya no estaban en manos de solo unas pocas familias. Ahora -década de
los 80 del siglo pasado- cualquier familia británica media podía convertirse en
copropietaria de, por ejemplo, la British Petroleum, invirtiendo sus ahorros en
la compra de un pequeño paquete de acciones de la petrolera.
Naturalmente
la ex premier británica pasaba por alto que el control de las grandes compañías
seguía en las mismas manos solo que el capital social estaba tan atomizado que únicamente un pequeño porcentaje del mismo, bien organizado, servia para seguir
controlando la compañía. Sea como fuere, la idealización thatcheriana tuvo su
predicamento.
Varias
veces me he referido a este episodio para contraponerlo al de la
"socialización de la especulación". Operaciones especulativas las ha
habido siempre en las economías donde se hicieron un hueco los mercados o
bolsas de valores financieros. La burbuja de los tulipanes holandesa es solo el
episodio más sonado pero no el único.
Lo
nuevo en esta última crisis que nos azota fue la popularización de este tipo de
actuaciones en países como España. La expansión del crédito hasta límites
insospechados se ejemplificaba en multitud de oficinas bancarias españolas
cuando un promotor inmobiliario que hasta hacia poco era un digno albañil con
"espíritu emprendedor", entraba en el despacho de direccion y
conseguía un "crédito promotor" para comprar un terreno al que había
echado el ojo, promover las oportunas viviendas y, de paso, comprar un cuatro
por cuatro y un deportivo de alta gama para la pareja. Las únicas garantías
eran un terreno "que había visto" y unas viviendas "que
aparecían en un plano".
La
socializacion especulativa seguía cuando un gran anuncio sobre un modulo
prefabricado era argumento suficiente para que muchas familias se lanzaran a
comprar viviendas "sobre plano". Lo hacían con la fundada expectativa
de "dar el pase" a un nuevo comprador antes de tener que escriturar
la vivienda logrando una plusvalía de un 15 o 17% en apenas doce meses. Y así,
se sumaba y se seguía.
Pero
como en la granja de Orwell, en la socialización especulativa todos éramos
iguales, pero unos mas iguales que otros. Las cajas de ahorro habían servido a
comienzos de los mismos 80 de Margaret Thatcher, para dotar a España de un
sistema financiero moderno. Fue la denominada reforma de Fuentes
Quintana-Fernández Ordóñez. Esa reforma permitió a las cajas de ahorro, nacidas
con esa filosofía del microcrédito que ahora vale un Nobel en Economía, operar
prácticamente como bancos comerciales. Ya teníamos bancos hasta en el último y
entrañable pueblo de España.
Pero
a partir de 1985 se opero un cambio legal que ninguno de nosotros admitiríamos
para un quirófano, ni siquiera un taller. Nadie se deja rajar ni pone su coche
en manos inexpertas. Pero si aceptamos -la sociedad lo consintió- que parte
fundamental de nuestro sistema financiero se pusiera en manos de
administraciones públicas (en último término partidos) y organizaciones
sindicales y empresariales.
Para
acceder a los cargos de responsabilidad no se exigió nunca ningun conocimiento
profesional de las finanzas. Lo que se exigía era el respaldo de la clase
dirigente ; de partido, de sindicato o de organización empresarial. Ese mérito
fue bastante para gestionar billones de pesetas primero y miles de millones de
euros, después.
Ahora
los abusos que se van conociendo eclipsan los casos de buena gestión como si no
los hubiese habido. Solo por probabilidad estadística hay que aceptar que los
hubiese.
El
caso de las tarjetas B de Cajamadrid ha sido el último ejemplo de abuso de
estas instituciones financieras. Un caso que sin exagerar se puede calificar de
pornografía financiera.
De
su nacimiento como institución de inspiración eclesial para conceder
microcréditos a quienes no podían pagar, ni intereses usurarios, ni ser
recibidos en un banco, Cajamadrid ha pasado a exhibir el fenómeno de la
transversalidad político-sindical del mangazo. Izquierdas y derechas llegaron
al "pacto de la tarjeta B". Un espacio político donde toda diferencia
se depone en aras del gran consenso del plástico.
Que
nadie se sorprenda del ascenso de los que ahora llaman populistas. Los
impuestos de todos se han destinado en parte a tapar los agujeros que dejaron
los tarjetazos. Agujeros bendecidos por un Banco de España que, si bien tenía
un sistema de supervisión, no quiso ejercer el poder de sanción. Un poder de
sanción que también lo tuvo pero era discrecional -en manos del gobernador- y
nunca fue puesto en marcha. Casi nuca, diría Mario Conde.
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