Con el ex presidente de los empresarios en la cárcel, una alta nómina de significados representantes sindicales imputados en el caso de los ERE falsos y las informaciones sobre comidas pantagruélicas financiadas con cargo a los presupuestos públicos, da la impresión de que el régimen de concertación social vigente en los últimos treinta años está en quiebra.
Probablemente esté tan en quiebra como otras instituciones del Estado jalonadas de corruptelas que parecen ser más la norma que la excepción.
Hay quien plantea la cuestión de ¿cuánto vale un eficaz régimen de concertación social? Sus defensores recuerdan cómo en estas tres décadas largas se ha pasado de un sindicalismo radical recién salido de la clandestinidad a otro de pancarta y esto, en términos de paz social, tiene un muy alto valor económico para quienes desean desarrollar su actividad empresarial en España en un marco de relaciones laborales estables.
Hay que reconocer al régimen de concertación social cuajado en la Transición política su contribución al entendimiento entre las dos Españas machadianas que hace tres décadas aún tenían muchas heridas por cicatrizar.
Pero de ese compromiso con la construcción de una democracia moderna e internacionalmente homologable se han ido apartando progresivamente tanto en lo esencial como en otros aspectos.
Además del retorno de muchos a unas posiciones ideológicas cuasi guerracivilistas en las que se arrogan la potestad de repartir los carnés de demócratas a su antojo y a calificar de «fascistas» a todos los que no piensen igual, el régimen de concertación social da muestras muy serias de haber derivado en una trama clientelar. Un régimen en el que unos y otros «conciertan» movidos más por su interés en seguir pastoreando en el presupuesto público que por defender eficazmente los intereses de trabajadores y de empresarios, que es tanto como decir los intereses de todos los ciudadanos.
El aval de haber contribuido a la paz social que ahora disfrutamos justifica el reconocimiento del papel de los agentes sociales, pero no legitima la perversión de la concertación social basada en aquello que denuncia el escritor Francisco Robles cuando ironiza en referencia a este tipo de acuerdos basados en el «vamos a llevarnos bien, lo que haya que llevarse».
Y si inaceptable es esta deriva de significados representantes empresariales y sindicales, mucho más lo es en lo que afecta a la mala gestión de los fondos que perciben para impartir cursos de formación profesional.
En España la formación ocupacional no reglada se realiza de forma descentralizada en centros de formación que pueden ser de titularidad privada o financiados con fondos públicos a través de centros propiedad de asociaciones empresariales o sindicales. Una actividad por la que reciben unos 700 millones de euros anuales. El Tribunal de Cuentas ha sido muy crítico con la forma en la que estas instituciones han gestionado a veces los fondos destinados a la formación. El caso de unos cursos de reciclaje profesional para los ex trabajadores de Delphi en Cádiz que consistían en ver películas fue solo un ejemplo más que explica que muchos otros casos estén en los tribunales.
Los trabajadores (y los millones de desempleados) merecemos unos sindicatos apartados del de la huelga «según el gobierno más que según la legítima reivindicación», libres del «manganzo marisquero» y comprometidos con la eficaz garantía de unas condiciones de trabajo dignas y una formación de los empleados que faciliten el desarrollo de carreras profesionales dentro de una economía sólida. También la sociedad necesita de unos industriales que no se repartan los cargos de representación a través de organizaciones empresariales que terminan en otra red clientelar movida por los fondos para la formación y por la aspiración a un puesto retribuido en el sistema de concertación que ahora está puesto en solfa.
Desde luego que a un inversor no le atrae la idea de arriesgar su dinero en una economía donde el sabotaje sea la habitual forma de expresión de la protesta laboral, pero tampoco al ciudadano la de saber que las gambas que no se puede permitir con su familia se las comen otros con el dinero de sus impuestos en nombre de la paz social.
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