Todas las decisiones políticas acaban teniendo una dimensión económica directa o indirecta, aunque repugna pensar que el argumento economicista sea el que se imponga frente a otros. Por ejemplo, siempre es más agradable oír de mejoras en el bienestar que de lo que esas mejoras nos van a costar en términos de mayores impuestos.
Para algunos pensadores, se asiste en la sociedad española a una progresiva ocupación de la sociedad civil por parte de la clase política. Yo también participo de esa idea.
Esa «política de ocupación» conlleva una cierta perversión del gobierno de la «res publica» en virtud de la cual, el poder fomenta necesidades entre la población para que luego el político otorgue el derecho a satisfacerlas con dinero público.
A pesar de esta denuncia, unos recursos presupuestarios limitados obligan a que, también en esa versión degenerada del paternalismo estatal, el coste económico de cualquier decisión política se incluya en la ecuación decisoria.
Con las políticas que han acabado regulando el derecho a la vida (tanto en su inicio, como para dar fin a la misma) ocurre algo parecido.
Incluso cuando se cree firmemente que la decisión sobre la vida de los demás es un derecho que reside en la madre (en el caso del no nacido) o sobre un comité ético (en algunas regulaciones eutanásicas), los números también se manejan en la ecuación decisoria.
Por ejemplo, se argumenta sin que haya micrófonos por delante que la eutanasia abarata el gasto sanitario y en las prestaciones por dependencia. Es posible pues «reduce» parte de la población que más medicamentos consume en términos relativos, que más asistencia sanitaria demanda y que más necesita de los cuidados de quienes reciben –recientemente– una prestación económica por razón de su atención. Argumentos similares hay cuando se estima el ahorro que las prácticas abortivas suponen para las cuentas públicas.
Quienes hacen estos «números incómodos» afirman que así se ahorran las prestaciones a los padres sin recursos, se ahorran plazas en los centros de acogida y, especialmente, se ahorra gasto sanitario pues, no en balde, la población infantil y la de mayor edad son las más demandantes de asistencia sanitaria.
El razonamiento economicista repugna pero no por ello deja de manejarse aunque cuidando de que no trascienda mediáticamente.
Para reparar en cómo de determinante es el razonamiento economicista en la decisión de la vida baste recordar el feminicidio hondamente enraizado en sociedades como la china, en las que la práctica de matar a niñas recién nacidas por su menor productividad en las labores agrícolas y por la política de planificación familiar, ha estado muy extendida en una sociedad condenada a la miseria como ha sido la China interior. Tan repugnante puede ser el ejemplo como multitud son los cadáveres de niñas recién nacidas que se encuentran esparcidos por aquellas zonas. Las prácticas eugenésicas sólo han sido una versión más sofisticada de lo anterior.
La industria privada no permanece al margen de la cuestión y actúa buscando nuevos nichos de mercado y haciendo «lobby» en pro del beneficio propio. Por ejemplo, habida cuenta de que el tejido de los niños abortados se usa en la fabricación de muchos cosméticos, aparece una colusión o coincidencia de intereses entre la industria abortista y la de «la belleza». También la hay entre la proliferación de prácticas eutanásicas en centroeuropa y los hospitales propiedad de órdenes religiosas cristianas que ven cómo la demanda de camas para personas mayores, aumenta buscando los pacientes blindarse ante eventuales «comités éticos» que dictaminen expeditivamente sobre la duración de su última etapa vital.
Con todo, las estimaciones económicas son necesariamente incompletas. Así, aceptado que nacer y no nacer son sucesos contrafactuales –ambos no pueden suceder a la vez– quedaría conocer el ahorro en gasto sanitario –valga como ilustración– que habría procurado un ser humano abortado que, de haber nacido, hubiera contribuido de manera determinante al progreso de la medicina. Efectivamente este tipo de cálculos quedarían fuera de la ecuación.
No son los números los únicos ni los principales determinantes de cómo avanza –o retrocede– la legislación, aunque, no por ello, dejan de pesar en la decisión final. De ella depende, en ocasiones, no sólo la vida y la muerte, sino también el lucro y la prosperidad de la industria que las facilita.
Una de ellas, la industria abortista nacional e internacional, está muy interesada en que la reforma de la Ley del Aborto prometida por el Gobierno del PP quede tan en agua de borrajas como otras partes de su programa electoral. Parece que va camino de conseguirlo.
La cuestión es demasiado seria como para abordarla frívolamente. Con todo, no hay que ignorar que son muchos los números incómodos que no trascienden mediáticamente pero que están en la mesa de quien con una vida por venir echa cuentas de las ayudas con las que puede contar para salir adelante en una situación muy difícil, en el ordenador de la industria cosmética o en las hojas de cálculo de la industria abortista. Ignorarlo es pura hipocresía.
* Profesor titular de Economía en la Universidad de Sevilla
No hay comentarios:
Publicar un comentario