(El exinterventor general de la Junta de Andalucía a la izquierda. Foto: La Razón)
Al día siguiente de uno de los centenares de crímenes de ETA hubo un humorista gráfico que, harto de la reacción política al uso, dedicó su viñeta a dibujar a dos personas. Una de ellas, indignada, reclamaba acciones duras contra los terroristas y la otra le contradecía haciéndole ver que «no había nada como un comunicado de enérgica condena».
Con las comisiones parlamentarias de investigación ocurre algo parecido. Pocas iniciativas más inútiles encuentro que su propia existencia. Primero, porque en ellas el Poder Legislativo se arroga unas atribuciones que lo son del Poder Judicial y segundo, porque si de exigir responsabilidades se trata, para ello ya está el criterio del ciudadano-votante que sabrá sancionar o premiar con su voto al culpable y al eficaz.
En la última semana ha circulado como la pólvora entre los departamentos universitarios de Economía Pública y también de los de Derecho Financiero, la carta que el ex interventor general de la Junta de Andalucía ha dirigido al Presidente del Parlamento andaluz en relación con el dictamen de conclusiones de la Comisión de los ERE.
La carta podría perfectamente haber circulado también por los departamentos de Literatura porque es una pieza de calidad literaria notable en la que el lenguaje técnico-jurídico se sostiene sobre el bastidor de la obra de teatro «Divinas Palabras» de Valle-Inclán.
El ex interventor golpea el argumento central del dictamen aprobado por la mayoría de la Comisión de los ERE cuando apunta al supuesto «Informe de actuación» que, según el dictamen, debería haber realizado la Intervención General de la Junta de Andalucía para impedir la tropelía de los ERE falsos. Tropelía que califica el ex interventor –con las cifras en la mente– del mayor caso de corrupción económica de España.
Efectivamente, el pretendido «Informe de actuación» no tiene ni causa legal (sin causa no puede haber efecto), ni destinatarios ni organismos que hubieran de tener en cuenta sus conclusiones. Y no sólo denuncia esto quien resulta señalado por el dedo acusador del dictamen, sino también el propio Gabinete Jurídico de la Cámara de Cuentas (órgano de control externo que depende del propio Parlamento que acoge la Comisión de Investigación) y los tres interventores generales que le han sucedido en el cargo.
Pero la carta es literalmente excepcional, no sólo en su interés académico para la Economía Pública, el Derecho Financiero y, acaso, la Literatura valleinclanesca, sino también para el procedimiento judicial abierto. Su autor auxilia la labor de la Fiscalía y de los magistrados al apuntar hacia los órganos de la Administración autonómica que podían haber detenido la corrupción «en sólo 24 horas». Y todo ello, con sólo haber tenido en cuenta los informes de auditoría que la Intervención General estuvo remitiendo durante diez años a la Consejería de Hacienda. Diez años de inacción y quince auditorías recibidas. Un hecho tan elocuente como groseramente eliminado del documento final como si hubiese sido redactado con tinta de broma, como oportunamente ha escrito Félix Machuca.
Lo peor de todo esto hubiera sido la impunidad. Tenemos un país donde detentar un cargo público es asumir la sombra de la sospecha. Y esto vale desde Urdangarín hasta quien tiene cuentas en Suiza y no recuerda cómo. Esto no es bueno para nadie, ni para los políticos ni para el resto de ciudadanos.
La impunidad es la que explica un nivel de fraude fiscal tan elevado. No pagar impuestos es un resorte social al que el ciudadano recurre como actitud compensatoria ante el mangazo impune de quienes administran su dinero.
Por eso la carta es también excepcional, porque contra pronóstico ha conseguido que Izquierda Unida se resista a la ignominia de respaldar semejante caso de corrupción. En este proceso me consta que ha jugado un papel importante el diputado comunista y profesor de Economía, Alberto Garzón. Pocos políticos se sobreponen al rédito cortoplacista de cambiar un voto con la nariz tapada por unos metros cuadrados más de moqueta; por eso deben ser reconocidos.
Al final el rechazo del dictamen debe ser celebrado no sólo por el PP y por el sector crítico de IU, sino también por aquella parte del PSOE que alertaba sobre tamaño error. Pero, sobre todo, debe ser celebrado por los ciudadanos.
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