Desde finales de los 60 del siglo
pasado, buena parte de los economistas sostienen que la corrupción afecta
negativamente al desarrollo económico. Este fue el mensaje del influyente
economista sueco Gunnar Myrdal y lo hizo entendiendo la corrupción como la
erosión de las instituciones sociales.
En lo 90 –también del siglo
pasado- otro economista, Douglas North, apuntaló el mensaje de Myrdal afirmando
que la incapacidad de algunas sociedades para hacer cumplir los contratos era
la principal fuente de subdesarrollo. North, señalaba que la inseguridad
jurídica espanta cualquier decisión contractual de comercio o de inversión ante
el riesgo de que lo pactado no se lleve a efecto. Uno no puede dejar de
acordarse de Myrdal y de North cuando lee sobre el recurso en torno a la
compañía que va a explotar la mina de Aznalcóllar. Naturalmente, en términos
estadísticos, Andalucía no es una región subdesarrollada y la empresa perdedora
tiene perfecto derecho a reclamar en los tribunales lo que considere oportuno.
Pero cuando y en primera instancia se otorga consistencia jurídica a la
reclamación y esto ocurre en una región a la que la corrupción no le resulta
ajena, uno no puede dejar de pensar cómo estará viendo el mundo empresarial la
seguridad jurídica de las inversiones en Andalucía. Reparemos que en este caso
concreto se trata de empresas multinacionales y es precisamente en ese
escenario de los negocios internacionales donde repercuten las decisiones que
aquí toma la Administración.
En esta misma línea de enfoque
institucionalista debe ubicarse –ya en el siglo XXI- la aportación de dos
jóvenes pero influyentes economistas, Darem Acemoglu y James Robinson. Ambos
gozan de posiciones académicas bien reputadas, el primero en el Instituto
Tecnológico de Massachusetts y el segundo en la Universidad de Harvard. Estos
economistas sostienen que el principal determinante de las diferencias de
prosperidad entre países es la diferencia entre sus instituciones económicas.
Aunque la perspectiva
institucionalista no es la única en Economía, su enfoque está dando lugar a
interesantes resultados una vez que las variables ‘institucionales’ se han ido
midiendo y construyéndose series estadísticas.
Entre las variables típicas que miden la calidad de las instituciones
(económicas o no) que cada sociedad tiene están la corrupción, el crimen, los
derechos políticos y las libertades civiles y los conflictos. Por ejemplo, el
gobierno mejicano ofrece unas estadísticas muy detalladas de los crímenes registrados,
la ‘Freedom House’ lo hace con los derechos políticos y la Universidad de
Uppsala con los datos de conflictos.
Cuando estas variables se
introducen en análisis de los determinantes del desarrollo económico a menudo
se las acompañan de otras que, aunque puedan resultar llamativas, tienen
también su capacidad explicativa. Así ocurre con el denominado ‘capital social
o cooperación entre individuos’, la distancia al ecuador, los kilómetros de
costa o el grado de apertura comercial.
Los resultados disponibles hasta
ahora respaldan el signo esperado de estas variables y, además, cuantifican su
importancia. Por ejemplo, la corrupción aleja a las sociedades del desarrollo
económico, la ausencia de derechos políticos y libertades, también. La
proximidad al ecuador es un freno y los kilómetros de costa contribuyen a un
mayor nivel de desarrollo como también lo hace el capital humano. Sobre esta
última variable hay que subrayar que mide la cohesión social entendida ésta
como el entramado de redes de cooperación entre ciudadanos; de entre esas redes
destaca el papel de las familias.
Para España, los datos de los que
se dispone son aún preliminares pero tienen ya el interés de quien está
desarrollando la investigación. Entre sus impulsores está el economista cuantitativo
Antonio Álvarez Pinilla, que tuvo oportunidad de compartir esta investigación
–aun preliminar- en el Seminario sobre Economía de la Energía y Evaluación de
Políticas Públicas que se acaba de celebrar en la Universidad de Sevilla. Sin
duda, habrá que estar pendiente de esos resultados.
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