Más del 23 % del gasto público en
España está en manos de las haciendas autonómicas; una cifra que sólo superan
las provincias canadienses y los cantones suizos. En el resto de los apenas 9
países desarrollados que cuentan con haciendas subcentrales relevantes, el peso
del gasto público gestionado por éstas administraciones es inferior. La
diferencia estriba en que la importante capacidad de gasto autonómica se ha
alcanzado en España en un corto periodo de tiempo; apenas desde 1980 para las
denominadas comunidades de régimen de financiación común (un régimen que no
disfruta de los privilegios fiscales de Navarra y los tres territorios vascos).
Este año devolverá al escenario
político y mediático la pugna autonómica por conseguir más recursos
financieros, y escribo “más” porque en cada ronda de negociación del modelo de
financiación autonómica las regiones tienen garantizado el volumen de recursos
del periodo anterior. En otros términos, nunca se contempla que una región necesite
menos recursos porque así resulte de la aplicación del método del “coste
efectivo” que se utiliza para determinar las necesidades para financiar los
servicios asociados a sus competencias. Así se estableció ya en el sistema de
financiación del quinquenio 1987-1991 y así se siguió garantizando por la Ley
22/2009 que también establece que cada Comunidad parte de la financiación con
la que ya contaba por lo que cada ronda de renegociación viene acompañada de un
nuevo incremento de los recursos que se percibirán. La pugna será siempre en
términos de insatisfacción o no de un proceso que, en esencia, es de naturaleza
incrementalista si usamos el acertado término del difunto hacendista de la
Universidad de Yale, Aaron Wildavsky.
En el marco de la negociación que
se avecina y en mitad de un desafío secesionista que nadie puede ignorar,
volverá a manosearse la invocación a la corresponsabilidad fiscal –otra de las
letanías balsámicas- aunque sea de manera más cosmética que real. Trataré de
sustentar esta opinión sobre el uso pirotécnico del argumento de la
corresponsabilidad fiscal.
Si convenimos en que ésta viene a
medir la capacidad que tiene un gobierno autonómico para decidir sobre su nivel
de ingresos tributarios, tanto en términos de recaudación como en términos de
reparto de la carga fiscal entre sus contribuyentes, desde luego hay que
reconocer que ha sido una reivindicación constante. Particularmente lo ha sido a
partir de 1997 cuando se concedió a las regiones incluidas en el régimen de
financiación común competencias en materia de tipos de gravamen y deducciones
en el IRPF, en el Impuesto sobre el Patrimonio y en el Impuesto sobre
Sucesiones y Donaciones.
Sin embargo, dado que la
aplicación efectiva de la corresponsabilidad fiscal por los gobiernos
autonómicos cuando se emplea para recaudar más tiene un coste político que
aumenta conforme lo hace la recaudación y la visibilidad del impuesto, los
gobiernos autonómicos en la práctica lo que han pedido han sido más recursos y
no más corresponsabilidad fiscal. Así lo sostiene el profesor Carlos Monasterio
en un interesante artículo que acaba de publicar en la Revista Presupuesto y
Gasto Público (número 2/2015). El profesor Monasterio ha tenido una influencia
muy grande en las finanzas autonómicas; también en las de Andalucía.
Sostiene este catedrático de la
Universidad de Oviedo que el uso tan limitado de la corresponsabilidad fiscal
en el sentido de aumentar la presión fiscal se ha compensado con una mayor
apelación al endeudamiento una vez que se fue comprobando el incentivo que
tenían las Comunidades Autónomas a incumplir sus “Escenarios de Consolidación
Presupuestaria” (ECP). En la práctica conseguían aumentar su límite de deuda en
los denominados ECP revisados.
Ni la reforma del artículo 135 de
la Carta Magna para constitucionalizar el principio de estabilidad
presupuestaria en 2011 ni la Ley Orgánica de Estabilidad Presupuestaria han
servido para evitar que la disciplina presupuestaria de las regiones de régimen
común haya sido fuertemente asimétrica. Para ello las comunidades incumplidoras
con el objetivo de déficit han presentado sus preceptivos Planes Económicos
Financieros como un mero formalismo sobreestimando ingresos procedentes de la
enajenación de inversiones o realización de activos completamente improbables
o, simplemente, sobreestimando las transferencias que se esperaban recibir. En
algunas de estas prácticas también incurrió la hacienda pública autonómica en
el pasado aunque en rigor haya que señalar que no es, precisamente, de las
incumplidoras.
Pero lo más llamativo en esta
visión retrospectiva de la financiación autonómica en España es la completa
ausencia de voluntad de revisar el modelo competencial practicando el sano
ejercicio democrático de revisar ¿quién debe hacer qué? En lugar de esto sigue
imperando, incluso desde el punto de vista legal, la visión de que de lo único
que hay que discutir es del ¿cuánto más van a disponer las comunidades
autónomas?
Parecen proscritas del debate de
financiación cuestiones que a todos nos incumben como, por ejemplo, cómo
garantizar que el acceso y la calidad a los servicios públicos de los españoles
sea similar con independencia del lugar de residencia. O como residenciar
competencias educativas básicas en la Administración General del Estado para
impedir que la educación se convierta en un instrumento de adoctrinamiento en
el odio de unos frente al resto de españoles. Todos estos debates se abordan y
resuelven democraticamente en otros países. Aquí resultan inaplazables.
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