La decisión del Banco Central Europeo (BCE) de bajar el tipo de interés oficial del dinero al 0,75% no ha venido acompañada de una declaración de su disposición a comprar deuda pública en aquellos momentos y cantidades suficientes para evitar las galopadas de las primas de riesgo.
Si los dos anuncios hubiesen venido acompasados, ambas decisiones (compras de activos financieros por el BCE y mantenimiento de los tipos de interés oficiales próximos a cero), se hubiera reeditado lo que técnicamente se denomina una «quantitative easing» –QE–, lo que para el profesor Ontiveros no es más que un eufemismo para referirse al uso de métodos manifiestamente heterodoxos con los que inyectar grandes cantidades de dinero en la economía y tratar de reducir el precio de la deuda pública. Precio del que forma parte sustancial la prima de riesgo.
La QE (EE UU lleva dos) es algo no muy distinto a la impresión de billetes de euros a gran escala o al metafórico recurso que hizo el Premio Nobel Milton Friedman al referirse al «helicopter drop» o lanzamiento de dólares desde un helicóptero, para neutralizar los peligros asociados a una hipotética deflación o bajada general de precios provocada por una dramática caída de la demanda.
El BCE persiste en no estar dispuesto a comprar deuda soberana a mansalva cuando la prima de riesgo de un país se dispare. Esto y no otra cosa fue lo que el Gobierno español estuvo intentando hasta el extremo antes de tener que recurrir al rescate «sui generis» de 100.000 millones de euros.
Caben varias lecturas que hacer a la posición del BCE de negarse a comprar deuda «tóxica». Una es de tipo académico e influyó en la dimisión en septiembre pasado del economista jefe del BCE, el alemán Jürgen Stark, cuando todavía presidía la institución Jean Claude Trichet. La ortodoxia monetaria desde la que se diseñó no sólo el BCE sino todo el tinglado de la moneda única, tenía muy claro que el BCE no iba a multiplicar la cantidad de euros en circulación para comprar deuda pública de países que amenazaran riesgo de impago y luego aplicar la ficción contable de valorar en su activo una deuda pública «mala» por valor equivalente a la cantidad de euros emitidos (que figurarían en el pasivo). Éste era el fundamento de la conocida cláusula «no bail out» del Tratado de Maastricht. También es la esencia argumental de la oposición mayoritaria de países como Finlandia, Holanda o los socialdemócratas alemanes a seguir acudiendo al rescate de economías como la española, máxime cuando el rescate parece que se va a hacer sin la garantía del Estado sino de los bancos intervenidos.
Aunque quepan más, una segunda lectura que puede hacerse de la negativa a comprar deuda pública es dejar tal opción para avanzado el mes de julio por si vuelve a repetirse una situación de extrema volatilidad de la deuda soberana como la del año pasado.
Sea como fuere, hay que avanzar en el diseño del sistema financiero post crisis de manera paralela a las intervenciones a lo «helicopter drop». Parte de ese diseño debe pasar por recuperar una banca estrictamente de depósitos, que se financie con las comisiones que cobre a sus clientes por guardar su dinero o gestionar servicios de pago, pero en la que el ahorrador tenga la certeza de que no va a sufrir atracos a lo participaciones preferentes.
En definitiva, hay que acelerar el retorno desde el espejismo del supuesto de que los mercados financieros son inequívocamente eficientes y de la pesadilla de los derivados financieros ininteligibles, hacia un sistema financiero con una banca de inversión para quien quiera arriesgar y otra de depósito para quien sólo busque guardar sus ahorros.