Acaba de constituirse la Comisión
de Expertos nombrados por el Gobierno de la Nación para proponer medidas
orientadas a la reforma del sistema de financiación autonómico. No formo parte
de esa Comisión pero sí tuve oportunidad de conversar con uno de sus miembros
recientemente.
Una de las ideas que parece bien
asentada en las posiciones de salida es recurrir a los impuestos medio
ambientales o ecológicos como un fuerte instrumento de financiación que,
ocasionalmente, permita reducir otros impuestos ya existentes como, por
ejemplo, el tramo autonómico del IRPF. Los economistas llamamos a este
reciclado de impuestos el modelo del “doble dividendo” por permite obtener
aumentos en la recaudación (primer dividendo) y reducir la carga de otros
impuestos que pueden impactar negativamente sobre el empleo (segundo
dividendo).
La recomendación del uso de los
impuestos ambientales no es nueva. Por ejemplo, ha vuelto a ser señalada por la
OCDE para el caso de España. Sin embargo, este tipo de impuestos se construyen
sobre una gran paradoja; su vocación de extinguir la base impositiva que
someten a gravamen. Naturalmente, una vez extinguida la capacidad impositiva la
capacidad recaudatoria es irrelevante.
Para ello conviene tener bien
claro en qué tipo de impuestos están pensando los miembros de la comisión y los
expertos económicos internacionales. Se trata de impuestos sobre las emisiones
de CO2 que, en la práctica, gravan en consumo o la producción de energía a la
que se aplica un coeficiente de emisión que sirve para determinar la base
imponible y la cuota a pagar. Nos referimos también a impuestos sobre el
contenido en azufre de los combustibles. A la generación de residuos. A los
impuestos sobre los fertilizantes y pesticidas. Al uso de materias primas y,
más recientemente, al gravamen por el uso de infraestructuras (carreteras o
zonas concretas de ciudades) con problemas de congestión.
Los impuestos ambientales tienen
una vocación correctora de comportamientos más que recaudatoria. Constituyen
uno de los denominados “instrumentos basados en el mercado” que intentan poner
precio a lo que hasta entonces resultaba gratis (contaminar, utilizar las
infraestructuras, etc). Su finalidad es promover conductas en los consumidores y
en los productores orientadas a reducir las actividades lesivas con el medio
ambiente.
Así, por ejemplo, si un usuario
cambia su coche que usa un motor convencional por uno eléctrico o híbrido,
reduce su factura en el Impuesto de Matriculación de Vehículos pero, sobre
todo, reduce la recaudación por Impuesto Especial de Hidrocarburos. Téngase en
cuanta que en los países europeos, el precio final del combustible está
explicado entre un 40 y un 60 % por este tipo de impuestos. Recuérdese también
que sólo la introducción de los convertidores catalíticos en los motores de
combustión cambió radicalmente el perfil de sus emisiones.
Si las industrias intensivas en
consumo energético avanzan en sus planes de mejora de la eficiencia energética
(menor requerimiento energético por euro producido) o introducen sistemas de
secuestro de las emisiones de carbono ¿cuánto acabarán pagando de estos
impuestos sabiendo que además muchas de estas inversiones están subsidiadas con
fondos públicos?
En el caso de la agricultura, si
se ofrece por la autoridad una lista de fertilizantes baja en emisiones de
amoniaco, ¿quién pagará por este tipo de impuestos que, además, han sido
retirados en los pocos países que los introdujeron?
Para mayor abundamiento, si la
discriminación de los residuos que hacemos los hogares abarata
considerablemente el reciclaje y la recuperación de los mismos ¿por qué no
reducen los ayuntamientos las antiguas tasas de recogida de basura?
Sin ánimo de ser exhaustivos, si
para evitar el pago de tasas o impuestos por uso de carreteras o zonas
congestionadas, acabamos usando el transporte público de forma masiva (que es
lo que buscan incentivar estas tasas) ¿cuánto dinero afluirá a las arcas de la
Hacienda recaudatoria?
La lógica principal de los
impuestos convencionales ha sido la de ajustarse al principio de suficiencia lo
que es tanto como estar diseñados sobre buenos asideros fiscales, es decir,
bases amplias que permitan recaudar mucho con tipos impositivos soportables y,
aparte del gravamen del consumo, recaigan sobre factores productivos poco
móviles y fáciles de controlar. Este y no otro es el motivo de la fuerte
imposición sobre las rentas del trabajo a través del IRPF y las cotizaciones a
la Seguridad Social y el más débil gravamen del rendimiento del capital que
busca evitar su salida a paraísos fiscales o refugio en las SICAVs.
Esta lógica tradicional choca con
la vocación de los impuestos ambientales que no es otra que incentivar cambios
en las conductas que acaben reduciendo las bases imponibles, sea en forma de
emisiones de carbono, de consumo de energía o de ocupación de las
infraestructuras de transporte saturadas. Una vez reducidas las bases, la
recaudación sería exigua.
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