En 1924, el economista británico John M. Keynes introdujo en el debate sobre la gestión de las crisis económicas la célebre frase de “a largo plazo todos estaremos muertos”. Y aunque ello sea una verdad autoevidente (dicho sea a salvo de cuestiones trascendentes esenciales) no por ello se dejan de tomar decisiones económicas hoy cuyos efectos probablemente disfruten o soporten nuestros hijos o nietos.
Naturalmente estas decisiones se toman para impactar sobre escenarios futuros que sólo son probables porque se asientan sobre hipótesis discutibles. Sin ir más lejos, el gobierno recién desalojado del poder, reformó el sistema público de pensiones anticipando un escenario demográfico futuro y, una semana antes de perder las elecciones, aprobó un plan de energías renovables para los próximos diez años construido sobre hipótesis muy variadas, entre ellas, el comportamiento de la demanda de energía en ese periodo.
Todas las hipótesis son falibles como los seres humanos que las establecen, por ello suscitan debates frecuentes cuando se trata de tomar decisiones, particularmente económicas, con el fin de influir en el futuro. Un futuro que no todos imaginan de la misma forma.
Así, por ejemplo, existe un importante debate que apenas trasciende a la opinión pública entre los gestores de la política agrícola y quienes lo son de la energética.
En el primer grupo, la FAO (sección de la ONU especializada en las cuestiones de alimentación y agricultura) acaba de señalar que en 2050 la población mundial alcanzará los 9000 millones de personas. Esto exigirá, para atender sus necesidades, el incremento del 70 % de la producción alimentaria y del 36 % de la producción de energía (energía secundaria). Todo ello provocará una competencia por la energía, el agua y los alimentos entre la agricultura, las ciudades y la industria.
Aunque las hipótesis que utiliza la FAO sean tan discutibles como las del gobierno al reformar el sistema público de pensiones, no exonera a los responsables de tomar medidas que intenten garantizar la sostenibilidad de un Planeta con 9000 millones de criaturas.
Las cuestiones son tan complejas que parte de quienes buscan soluciones al abastecimiento energético entran en conflicto con los que se centran en el abastecimiento de los alimentos. El caso más paradigmático de este desencuentro probablemente sea el caso de los biocarburantes.
Desde 2005 los principales índices de precios de materias primas han experimentado importantes revalorizaciones y una gran volatilidad, en un proceso en el que han participado especialmente los productos energéticos y los alimentos, entre otros. La afirmación anterior la suscribe el Servicio de Estudios de La Caixa, como también la que destaca que desde 2006, el precio de los alimentos está sufriendo fuertes oscilaciones. Así, y remitiéndose a la ya citada FAO, ejemplifican este comportamiento señalando que cereales y aceites han experimentado crecimientos interanuales del 80 % y del 100 % que han sido seguidos de descensos del 30-50 % y de nuevas alzas de hasta el 60 %.
Por supuesto que parte de las oscilaciones del precio de las materias primas agrícolas tienen un componente climatológico determinante, pero desde el estallido de la burbuja financiera en agosto de 2007 (el pico de los precios se alcanzó en 2008), buena parte de los analistas atribuyen la volatilidad del precio de los alimentos a los movimientos especulativos en los mercados financieros. Particularmente las sospechas han apuntado a las operaciones de los bancos de inversión y hegde funds a través de los mercados de derivados y de los productos estructurados.
Sin embargo, a pesar de la repulsa colectiva que los especuladores suscitan, los estudios empíricos no son concluyentes sobre si la causa de la volatilidad del precio de las materias primas está en los comportamientos especuladores.
Lo que sí están dispuestos a otorgar los servicios de estudios de las entidades financieras, es un mayor grado de responsabilidad a los biocarburantes en la volatilidad de ese precio. Justo lo contrario de lo que se concluye cuando se analiza un informe de la industria del bioetanol o del biodiesel.
La cuestión es aún más compleja cuando, como ha hecho la Unión Europea, ha incluido la ILUC en el marco normativo que acabará dictaminando sobre qué biocarburantes son sostenibles y cuáles no.
Y aquí resulta que la ILUC (indirect land use change) vuelve a unir energía y alimentos. Grosso modo el argumento es que si para producir una tonelada más de materia prima de biocarburante hay que desplazar tierras dedicadas a la producción de materias primas para la alimentación, con el probable deterioro del medio ambiente y elevación del precio de estas materias, entonces es menos probable que el biocarburante al que da lugar, disfrute de incentivos públicos.
La cuestión es compleja y el debate, enconado. Pero todo gira en torno a hipótesis falibles sobre las que se diseñan escenarios futuros inciertos. Escenarios sobre los que la política y, más aún la sociedad civil, intenta influir con medidas de resultado incierto en un largo plazo en el que, sabe Dios quién andará por aquí.
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